El orador enfrentó la siguiente pregunta de un adolescente de lentes, flacucho. Le miró atento y se dijo para si: Este es el listillo, que nunca lo tiene pero quiere estar bien informado. Se anotó un diez por su juicio y al terminar la pregunta, respondió automáticamente: El coitus interruptus es sacar el pene de la vagina con anterioridad a la eyaculación. En la teoría, este método es probablemente tan efectivo como algunos de los métodos más convencionales. Sin embargo, en la práctica, frecuentemente se escapa algo de semen. Esto puede ser suficiente para iniciar un embarazo. Por ello, éste no es un método seguro.
El adolescente respondió afirmativamente a cada una de las palabras y después tomó su lugar. Si, el orador se anotó un diez y puso la mirada que decía: “Estoy listo para la siguiente pregunta”.
La hija del orador, en cambio, gemía. Gemía y gemía. Tenía el pecho contra la cama y las nalgas bien alzadas, aferraba las manos contra la sábana y medio gemido se iba contra la almohada. Pero el restante salía muy bien, a él le gustaba cualquier sonido hecho después de metérsela. La frente de la hija del orador estaba empapada de sudor, sus labios secos y la nariz dilatada. Como lo estaba disfrutando, con los ojos bien cerrados y la boca bien abierta. Sus senos se aferraban contra la cama y los pezones erectos resentían la fricción suave de la tela. Las manos de él, estaban alrededor de sus caderas y el cabello largo, le tapaba los ojos cerrados. Él decía el ritmo, él decía que tan duro.
No era como su padre.
Su padre fingía y le hablaba bonito, así había sido desde los catorce y después, al terminar, su padre se echaba a llorar. Así fue siempre que su madre no estaba y había oportunidad. Una vez le había dicho a su madre y cachetada directa, ¡cómo te atreves a mentir, pequeña ramera! Desde entonces lo único que pedía era que no le mintieran y sólo se la metieran. Así como él había hecho desde que le conoció, como estaba haciendo en ese instante. Empujaba y sacaba, le apretaba las nalgas y a veces se las dejaba rojas, por su piel tan blanca. Un adentro y dos afuera, hasta el fondo y con toda fuerza. Como lo disfrutaba, como el calor se le juntaba en el cuerpo, como el sexo se sentía en su vientre.
La tensión se le acumulaba en las piernas cansadas pero él pedía que alzara más sus nalgas. Ella obedecía, y sin saber por qué, le llamaba papi. Después de hacerlo a él le preguntaba: ¿Así papi? y repetía la pregunta hasta que se le iba en gemidos ahogados y el siguiente grito. Sólo quedaba el papi, remolino de aire escondido en los pulmones y los gritos inconclusos. Con fuerza agarraba las sábanas y las apretaba, el sudor ya empezaba a inundar su espalda y el aire, le hacía sentir escalofríos que le estremecían el cuerpo. Pero no importaba, le gustaba que no le mintieran.
Cada otro que se agarró antes de este, intentó ser tierno o resultaba ser débil. Eran unos mentirosos, con M mayúscula. Pero de éste se enamoró porque desde el primer día, le dijo que pensaba que era una puta porque con todos se acostaba. Esa era una gran mentira, con ningún otro lo había hecho. La habían invitado a salir, era cierto. Habían intentado tocarle también. Pero ni mano, ni boca. Muchos intentaban y todos fracasaban. Ni culo, ni vientre. Y a él no le sacó de su error, le gustó el sobrenombre y ahora rebotaba de un lado a otro de la habitación, y se le metía en el oído y en la circulación de su sangre cada que lo escuchaba. Y le cimbraba el alma y se le mojaba el sexo. Apretaba las piernas, apretaba los músculos internos y que le doliera más lo que le estaban dando.
Después de la palabra religiosamente dicha, él le tomaba el cabello y le jalaba el rostro. Gritaba y le dolía, pero como le encantaba liberar los gemidos que había guardado en la garganta. Empujaba su cuerpo contra él con más ganas, que la partiera en dos, que no se detuviera y cuándo él lo hacía, a ella le bastaba mover sus caderas y él entonces, le jalaba la cabeza con más fuerza. Él estiraba entonces su rostro, hablaba a su oído con la voz callada y con una sonrisa: ¿Así le gusta a la putita?, y le saltaba el vientre nada más de escucharlo. Con verdades más le gustaba. Ella volvía a decir las afirmaciones con el papi correspondiente, y él no escuchaba o fingía no escucharle o su voz estaba perdida y realmente no respondía. Inmediatamente después volvía a preguntar: ¿Qué tanto es tantito, verdad putita?
Aumentaba la velocidad y el ritmo. Se perdía el diminutivo y la palabra entera volvía a rebotar en las paredes, hasta el último grito.
Al final, ella pedía estar sola y lloraba en el baño. Nunca terminaban, ninguno de los dos, pero no les importaba. Él ya sabía, porque la había escuchado en ocasiones anteriores y no preguntaba. Tan sólo caminaba a la ventana y prendía el cigarro después del sexo. Miraba y miraba.
Se sentía aliviado de no estar enfermo.