Cuando era joven y pequeño, mi madre al verme escribir la historia de unos mutantes tenebrosos, en un planeta lejano, me dijo una vez–: Yo conocí a un escritor, su nombre era Juan José Arreola y jugué ajedrez con él. La mesa en la que jugamos era hermosa, me acuerdo muy bien de ella… porque quería una para mi. El mosaico era verde y café, hecho de marfil. Era un hombre que meditaba su juego, debo tener su jugada en alguna parte todavía.
Desde entonces, tengo el nombre de Juan José Arreola marcado en alguna parte, aunque no le conociera, aunque jamás le hubiese leído. Intenté –cuando era pequeño y terminaba mi historia de mutantes, para empezar la del caballo parlanchín–, mirarlo por la tele. Escuchar como hablaba un escritor, como se comunicaba, aprender la pose para cuando mis historias de mutantes tentaculoides y mis caballos parlanchines me ganaran la fama internacional. Acabé aburrido y me dormí de inmediato, sin terminar de ver el programa. Quedé profundamente decepcionado, pero en alguna parte, aún tenía el nombre de Arreola marcado en las manos.
Cuando murió, me sentí extraño. Se lo dije a mi madre y esperé a que ella dijera algo más de ese hombre, aprovechar que ella lo tuvo cerca. No salió nada nuevo y creció un poquito la curiosidad por él.
Cuando entré a la universidad, un profesor nos dijo–: ¿Recuerdan los programas de Arreola? Estoy seguro que para él eran malos y aburridos. Estoy seguro que lo hacía por dinero.
Y procedió a darnos dos cuentos de Arreola para analizarlos. “El soñado” y “La entrevista”. Quedé impactado. Resurgió el mito, el héroe ideal, que mi mente había formado de Juan José Arreola en aquella niñez.
So, ahora tengo en mis manos un librito de cuentos de él. Es uno ligerito (fisicamente). He leído ya el prólogo y confirmé lo que ya sabía de él: Que era un hombre de familia numerosa, que nunca estudió más allá de la primaria por la necesidad y que trabajó en una imprenta, eso fue lo que impulsó su amor por los libros. Me enteré de cosas nuevas: Le encantaba la jerizonga, el común habla de un pueblo y el borrego negro que le enseñó a caminar y que aún le persigue. Se llama “Tres días y un cenicero y otros cuentos”
El primer cuento se llama “Para entrar al jardín”, y ya me arrancó una sonrisa con las primeras líneas.
Tome en sus brazos a la mujer amada y extiéndala con un rodillo sobre la cama, después de amasarla perfectamente con besos y caricias. No deje parte alguna sin humedecer, palpar ni olfatear. Colóquela en decúbito prono (ventral), para que no pueda meter las manos y arañarlo. Incorpórese con ella cuando esté a punto de caramelo, cuidando de no empalagarse. En el momento supremo, apriétele el pescuezo con las dos manos y toda la energía restante.
–Juan José Arreola, “Para entrar en el jardín”.
Así sea.