Rodolfo pensó suicidarse, mientras se excedía la línea de seguridad unos centímetros. Se dejaría caer en el metro. Lo haría, pensó, tirándose como cuando no importa nada, como cuando se toma una resolución importante en medio segundo: haciéndolo y ya. Rodolfo pensó en suicidarse, dejándose caer a las líneas del Metro. Si no lo mataba la electricidad, pensó, le mataría la velocidad del monstruo naranja. Se arrastraría, su cuerpo deshecho, por las piedras esas negras que le ponen al túnel. Entre esas piedras, pensó, ha visto visto pequeños ratones correr por aquí y por allá. Hasta cucarachas ha visto, pensó Rodolfo, comiéndose los restos de azúcar de alguna envoltura acaramelada. Rodolfo pensó que sería buen detalle hacer una pose de bailarín de ballet antes que le pegara el primer vagón, pensó que haría reír a toda la gente que esperaba como él su orange limousine. Rodolfo también pensó que podría arrepentirse en el último instante y que sería, lamentablemente, demasiado tarde, pero estaría contento de verse en el Limbo donde están los no bautizados como él, les diría de como pensó suicidarse y de como engañó los trámites celestiales. –Me suicidé –les diría, con una copita de vino–, pero Dios no contó con que no estuviera bautizado. Y reirían, y Rodolfo estaría contento al haber expuesto sus pensamientos amarillos. Se sonreía en voz alta, se sentía muy listo imaginando su suicidio, unos centímetros excedidos por las líneas amarillas de seguridad que separaban a la felicidad, de la vida.
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