Yo esperaba el fin del mundo con cierto agrado, con cierto ánimo, con cierto optimismo pues. Me pagué un boleto ficticio por un millón de dólares ficticios. Subí una sillita a la azotea de la casa y desde las tres de la mañana esperé en vela por los efectos climatológicos que el asteroide debía traer consigo y si, fuí víctima de uno de ellos: El pinche frío. Estornudé, tosí, casi saqué los pulmones por la garganta hasta que fui por una chamarra y santo remedio. Prendí un cigarrito, saqué un termo de café y allá, en la azotea de una casa cualquiera esperé el fin del mundo. Sonreí divertido, ¿cuántas veces leí el “Por Tutatis” de Goscinni? Asterix rifa, definitivamente. Ahora si, que caiga el cielo en nuestras cabezas y ¡qué todo termine ya!

Me tomé mi cafecito, mi cigarrito… debían ser ya las cuatro de la mañana, el tiempo pasa rápido cuando gentes como nosotros piensan estupideces todo el tiempo. El silencio se veía interrumpido por alguno que otro conductor que se creía el nuevo Fitipaldi. Uno que otro drogo caminando en las aceras, ya sin varo para llegar a su casa. Uno que otro taxista iluso, que piensa que juntará la cuenta a estas horas… ¿qué no sabe que el mundo se acaba en unas horas? ¿Ya para qué? Puaft. Una que otra escoba barriendo… ¿qué la gente no duerme? ¿qué grado de ociosidad o insomnio se requiere para salir a barrer con una escoba a las cuatro de la mañana? Pregúntenle al tipo del termo y la silla en la azotea, que pagó un millón de dólares ficticios para presenciar el fin del mundo.

Las nubes no se movían en el cielo, a excepción de aquellas que se aclaraban un poco por la luna llena. Un instinto escondido se despertó en mi ser… el pelaje me creció, el hocico se me alargó y perdí toda conciencia humana. ¡Y aullé! Ajá, simón. Este… no pude evitarlo, en una de mis vidas quise ser hombre lobo. Está bien, está bien, no me avienten chanclas, ni periódicos… no, no me aventaré a recogerlos y si, me merezco todos los “che mamón” del mundo. Okay. Bueno… pues hagan de cuenta que paso una hora y media con eso del hombre lobo y como no soy matemático las cuentas dan que…

Ahhh si, las ocho de la mañana (a huevo, y nadie se atreva a hacer las cuentas)… la supuesta hora del fin del mundo.

A las ocho de la mañana el tráfico ya era visible, la gente despreocupada se compraba sus tamalitos esquineros con su atole respectivo o sus tortas guajoloteras, los señores de jeans, gorra y mochilas (obreros, albañiles) caminaban hacia el metro apresurados y los niños, impecablemente peinados con baba, ya se dirigían a sus escuelitas. Señoritos de traje listos para el mundo laboral, con ojitos de borrego espantado (eso les pasa por chupar en martes). Las mamás se maquillaban mientras caminaban y algunas, mientras conducían (como no serán mujeres hermosas (inconscientes), hasta en el fin del mundo). Los trolebuses y los buses grandes, grandes, manejaban con precaución mientras que los taxistas, empezaban poco a poco en degenerar el caos vial. ¿Por esto pagué mi millón de dólares? Regrésenme mi varo, hijos de la chingada.

Mejor me fui a dormir.