El Metro es un escenario urbano en la Ciudad de México. Al haber tanta gente en una ciudad relativamente pequeña, el metro se transforma en algo más que un medio de transporte. Incluso, he pensado que varios de nosotros, capitalinos, podríamos medir en años –al final de nuestra vida–, el tiempo que hemos pasado en el metro. Aunque es rápido, es seguro, es efectivo, es transporte… traspasamos nuestra vida o nuestra persona. Lo convertimos un espacio vital más. No podemos estar indiferentes, como mexicanos que somos, ante nada (bueno, excepto en la política cuando no votamos)… a todo le agregamos sabor, a todo le queremos dar una identidad, en cualquier lugar, con una latita de chiles y unas tortillitas, sacamos el mariachi y el lugar se vuelve nuestro. ¿Se entiende la idea? En el metro llevamos a nuestras amistades, platicamos con la novia, compramos las últimas películas en VCD por diez varos y discos con los ciento cincuenta temas del príncipe de la canción.

La cosa es que, algunos de ustedes conocen mis hábitos trastornados del sueño. Hay días que duermo como los reyes, a veces como los veladores y ayer, como los soldados de la Segunda Guerra (o sea que no dormí). So, cuando estaba en el metro, en vez de sentirme en casa y convertir uno de los rígidos asientos en mi colchón king size, me dediqué a observar. Es la costumbre, la curiosidad, el morbo o la imaginación. Uno observa para pensar en algo ajeno, para no caer en un ensimismamiento… es lo que menos quiero hacer cuando no duermo. Y es que si caigo en el ensimismamiento…

…ronco.

Ayer no había mucha gente cuando iba hacia la universidad. Había unas cuantas personas de pie, no muchas. Yo me apañé un asiento en cuánto pude… no saben, ayer mi cuerpo estaba demasiado rebelde. Ya resiento las desveladas y apenas estoy a mis veintidós, no quiero sentir las desveladas de mis 34 ó 44 ó 58. So, en lo que miraba al chavo limp-bizketo con un tatuaje de una esvástica en todo su brazo derecho y en lo que miraba a la viejita que parecía una momia y en lo que miraba a la chavita de quince, diez y seis, que se maquillaba como de veintidós… llegué a donde estaba una pareja, ambos rebasaban los treinta. Los podía mirar de frente.

Primero la miré a ella, me fue inevitable. Tenía los ojos enrojecidos y el rostro rígido. Se estaba conteniendo. ¿De qué? ¿Qué le quería decir a él? Lo miré a él quien se dedicaba a mirarla, inexpresivo también. Sólo la miraba y no despegaba la mirada de ella, ¿buscaba alguna respuesta? ¿Esperaba alguna reacción? Luego pasé a sus manos, se las tomaban, pero sin firmeza. Algo escabroso estaba sucediendo allá adelante. Me puse a pensar, ¿qué tipo de cara era la del tipo? Y luego se me ocurrió… esa cara, esa firmeza, la utilizo cuando termino una relación. O bien, él confesó alguna infidelidad y es por eso que ella tenía el rostro rígido, y sus ojos fluctuando entre coraje y desilusión.

Claro, eso es pensar demasiado… pero de eso se trata observar.

Ella quiso recargarse en él, pero de alguna manera, él no permitió que se sintiera cómoda. Ella regresó a su postura inicial y él, le dijo unas cosas que ella no respondió. Ella volteó a mirarlo, por un momento pensé que iba a golpearlo. Intentó besarlo, dos veces… pero él no respondió el beso, su expresión no cambió después de que ella le besó. Eso como le dolió a ella. Si, algo turbio pasaba allá adelante… el metro se había convertido en el lugar, donde el amor o el odio se resuelve, en tan sólo unos minutos. Llegó mi estación y me tuve que bajar, no importaba… de cualquier manera, todo se resolvería en la siguiente… o eso, o los bajaban los de la limpieza.