Arriba las mujeres en su día. Y como quien dice: “Son tan maravillosas, que siempre hay que tener más de una”.

Ayer el metro estaba tan lleno, tan insoportable… que tuve que empujar, empujar, empujar, para llegar a ningún lugar. En sí, me quedé enfrente de la puerta, en medio. El peor lugar si planeas viajar casi al final de la línea. So, lo único que pude hacer fue alzar mi mano derecha, empujar la puerta cerrada y hacer presión para mantener algo de equilibrio, sostener con mi mano izquierda la coca de lata (porque si, me atreví a meterme con una coca de lata) y esperar que el viaje no fuera tan desmadroso. La mano derecha no tardó en quejarse por el cansancio que representaba sostener todo mi cuerpo en el primer jalón del metro, en cada estación. Mientras que la izquierda se ocupaba de no convertir la coca de lata en su maraca.

Me acordé de los tiempos en que me dedicaba a hacer maracas con mi mamá. Utilizábamos una lata y le metíamos piedritas o frijoles adentro, le poníamos un palito de madera y lo llenábamos de masking tape. Maraca al instante. Después me miraba feo porque hacía escándalo en los momentos menos propicios (o sea, todos). Ahora que lo pienso, me gustaba más armar las mentadas cosas que utilizarlas. Recuerdo un robot que me regaló mi tío Rafael a mis 12-15 años, fue de cumpleaños. El robot tenía truco: primero había que armarlo. El momento en que lo abrí, fue uno de esos momentos en que descubrí de que estaba hecho… de esos momentos en que te das cuenta quien eres y que no va a cambiar en toda tu vida. Leí el instructivo, saqué las piezas y con una tranquilidad, con una calma, empecé a armar el robot durante dos o tres horas. Olvidé que me estaban festejando un cumpleaños en algún lugar, después de todo, para eso son los cumpleaños: Le entregas su pastel al cumpleañero y ya. Esas reuniones están hechas para que los familiares y los que no se han visto, se pongan al corriente de su vida.

La misma vida.

Metro. Una señora, gorda, trató (y con éxito) de ocupar un lugar en el que sólo cabían dos terceras partes de su masa corporal. Se empujó la gente y de alguna manera, quedé más cercano al tubo de la izquierda, siguiendo el instinto que todo viajante del metro poseé (uno de supervivencia, supongo): el gen de algún antepasado teibolero. Ya en esa posición sería más fácil soportar a la gente entrando y saliendo. Además, ya me estaba agarrando del tubo (ea, ea, ea). De repente, el señor de adelante se puso en posición de película porno, el espacio insuficiente hizo que pegara sus nalgas contra mi pubis. Yo me dije, bueno… ahorita que note el arrimón indecente en el que se acaba de meter, se apresurará en erectarse. Ni madres. En vez de eso siguió moviendo sus nalgas, no me quedó más que suspirar, mirar al techo y pensar: “Que no se me pare, que no se me pare, que no se me pare…”