El radio blog, después de todo, ha cumplido una finalidad. Estoy escuchando mi música desde otra máquina, en lo que terminan de ponerle la formaica (¿fórmica?) a mi escritorio hecho de tablarroca. Esta lindo el cabrón (escritorio). Hace un momento subí y olía a pegamento… delicioso, me hizo volar y ver elefantes, en pleno Xola y Eje Central. Esas son las cosas que el Google Maps no puede captar, esas son las cosas por las que neceamos con enderezar clavos chuecos e imaginar que hace frío, en vez de un calor insoportable.
El pegamento.
El viernes en la noche, tuve oportunidad de observar mejor el coche amarillo. No me acerqué a mirarlo de cerca o a tocarlo, aunque estuve a escasos metros de intentarlo. No podría hacer algo así porque aún poseo algo de pudor. Aunque he estado observando a la pareja desde la ventana, de una manera descarada, no podría acercarme a su mundo. Nos separa una calle, dos ventanas, una puerta, una reja y dos banquetas de distancia. Obstáculos que bien se podrían franquear caminando. Sin embargo, prefiero quedarme detrás de la ventana y utilizarlos como la matiné de los domingos.
Ese viernes rompí su cuarta pared y salí corriendo para comprarme una coca cola. Aproveché, también, para observar mejor el coche, pero no me arriesgué a mirarlos directamente. Después tomé asiento y miré de nuevo. Como si ellos fuesen excelentes actores de teatro, no parecieron afectados por haberme involucrado en su escenario.
Era la una cuarenta y tantos de la mañana. Empezaron platicando, después él la abrazó y le dio un beso tierno. El beso tierno se convirtió en un interesante atascón, una batalla lengua a lengua que no tenía tregua. Finalmente, por ahí de la una cincuenta y tantos, intercambiaron un par de palabras más y él decidió irse. Ella se perdió en la oscuridad de la cochera, con una sonrisa. Ayer, por observar mejor, descubrí que mi vecina esta medio gordita. Antes pensaba que tenía buen cuerpo.
Supongo que los idealicé en algún momento. Si… debe ser ello. Y, por cierto, él tiene un Seat, no un Audi.
Me he acostumbrado a comprar paletas crunch. Cuestan ocho pesos, saben más rico y duran más que un chocolate.
Ayer, domingo, conocí a Skene. Quedamos de vernos en la cuchara, que esta frente al Auditorio. ¿Cuchara? Si, lo mismo me pregunté yo. Me acordaba, vagamente, de una fuente y de una escultura, pero no recordaba que tuviera forma de cuchara. Bajando del metro y caminando hacia allá, descubrí que la escultura, efectivamente, parecía una cuchara. Sin embargo, la placa dice que no lo es. O no. Esa escultura, para que lo sepamos todos, es la luna.
La señorita Skene, tuvo a bien de prestarme tres libros:
- El ojo de Georges Bataille.
- No hay censura de José Agustín.
- El árbol de los sueños de Fernando Alonso.
También me regaló un perro de peluche, cuyo nombre antes de cambiar de dueño era Floripondio. Además, invitó los cafés (donde el chavo que atendía le coqueteó) y me acompañó en la oficina, en lo que yo terminaba una edición (el plan original era bebernos algo en el Starbucks de Polanco). En datos curiosos, no cualquiera puede comprar una franquicia de Starbucks, si usted esperaba hacerlo en algún momento o si ha preguntado, seguramente le han dicho algo así como: Después de abrir un millón de cafecitos, venderemos las franquicias. La cosa es que si las venden, pero usted tiene que poseer la solvencia económica necesaria para abrirlo en dos o tres días, ah… y también su apellido debe estar en la lista.
Dice Skene que soy divertido y que tengo cara de perder la paciencia en cualquier momento (eso es cierto, pero tengo una buena dosis de paciencia, la cara previa a perderla puede durar unas tres o cuatro horas continuas, antes de que alguien sospeche). Yo digo que ella es una señorita muy divertida y me aseguré de decírselo, no siempre conozco gente divertida.
Y tengo la impresión de que es hiperactiva.