Y así, como luego acostumbra, se me fue el sueño. Las ganas de dormir no existen.
Siete de la mañana y empiezo a escribir esto.
Mi mamá y mi abuela, si sabían que me había quedado despierto toda la noche, me recomendaban que hiciera las menos actividades físicas posibles. Esos días, por mera casualidad, o tenía entrenamiento de americano, o quedaba de acuerdo con alguna morra para aprovechar la soledad de la casa, o me metía a una cascarita de basketball o de soccer (balonpié [fútbol, mamoncito]). ¿Casualidad? Sí, y un poco de rebeldía, un poco de obligar al cuerpo a que rinda, a que se queme, a que se consuma. Hoy en día, no habrá mucha actividad física, tan sólo la que me deje uno que otro paseo o caminata. El día que esté viejo mi cuerpo entonces me olvidaré de ello.
Es fundamental. Te enseña los trucos del oficio. Fomenta la imaginación. Desarrolla la habilidad, tu propia creatividad. No pienses que por arte de magia, al leer un libro, de repente adquirirás un conocimiento mágico que te permita escribir de mariposas amarillas, cuartos sucios donde las parejas en París hacen el amor, daimonions u ojos malvados que te miran, codiciando el anillo. No. Eso es una falacia. Lo que si te enseña leer, es a descubrir la manera en que puedes contar tus propias historias, tus propios conocimientos, tus inquietudes, las preguntas que te haces para responderte a ti mismo. Leer te enseña como y por qué escribir. No qué.
¿De qué puedo escribir? –se preguntará algún desdichado lector, así como yo–. Estos días me he preguntado eso. En los primeros semestres de mi carrera, pensaba que escribir únicamente era para alguien que tenía algo importante que decir. Pensaba que el escritor era aquel que podía hacer una denuncia social o alguien que a través de sus escritos podía responder las preguntas filosóficas del hombre. O alguien que escribiera muy bonito, con un vocabulario vasto, con sentarse unas ocho horitas (y sus obligadas dos horas de comida) y así nomás. Y si, tal vez un escritor es eso, es el observador de la sociedad… pero también, detrás de eso, es alguien que platica las historias que no nos interesan, de una manera que nos interesen. De veras, ¿a quién le importa una novela de un tipo, obsesivo, que se la pasa buscando y ni aún cogiendo, puede estar tranquilo en sus pensamientos? ¿a quién le importa un pinche hobbit inseguro que carga un anillo hasta el mismo infierno? Si bastante tenemos con buscarnos a nosotros o con esperar que nuestros pecados no nos condenen. Te interesa, porque lo escribe tan bien que no puedes evitarlo.
Aunque bueno, igual y compras un libro por la portada, ¿qué se yo?
Yo tuve que tragármelo, masticarlo y discutirlo con la monjita, la directora de mi secundaria.
Tal vez por eso, ahora tengo este sexoso blog.
–Ni modo monín, ya no tienes diecisiete años…
En algún momento, pasamos frente al Yak! Ninguno de los dos traía dinero, así que lo pasamos de largo. ¿Qué es Yak!? Um, es como un Bingo. Te metes, te sientas, compras tus cartoncitos de diez pesos y ruegas porque la suerte te de una línea (cinco números en línea, obvio), o te de el yak (todos los numeritos en tu cartón). Ganas una buena o moderada cantidad, dependiendo del dinero que se acumule en el día o los días. Si completas el cartón antes de la bola cuarenta, te ganas el acumulado total, el premio gordo pues.
El Yak es peligroso. Lo digo porque alguna vez fui con un amigo y llevábamos cada uno, trescientos pesos que misteriosamente se esfumaron en un espacio de dos o tres horas. Llegan y te dan los cartoncitos, diez pesos, son baratos, se te hace fácil y como hay gente ganando, constantemente, fácilmente te das a la idea de que tú puedes ser uno de ellos. Piensas que eventualmente sucederá. Señores, señoras, chavitos y nalgas pubertas. Hay de todo en ese centro recreativo de diversión.
Antes de iniciar una partida, una señora que llevaba lo de la colegiatura de sus hijos se sentó con nosotros. Lentamente, así como se nos fueron a nosotros los trescientos pesos a ella se le habrán ido como quinientos o seiscientos. Sonó su celular y al contestar, inventó toda una historia –asumo que a su marido–. La señora estaba nerviosa, pero su voz mentía con naturalidad, jugaba con los cartoncitos de la partida anterior y con los plumones marcadores. Apenas andaban pasando los cartoneros a vender, le quedaban como treinta segundos de mentira. Nadie se atrevió a mencionar Yak en ese momento, ni la señora, ni nosotros, ni las otras seiscientas personas, ni el tipo en el micrófono… de haberlo hecho, tal vez Pepito habría podido tomar una clase extra de inglés y de computación.
Es inútil decir que mi amigo y yo, nos despedimos y le deseamos suerte, con una sonrisota.