Soy un conejillo de indias para una estudiante de psicología en la Ibero. Cada dos semanas (más o menos), me llama por teléfono, nos ponemos de acuerdo para vernos y me aplica unas pruebas. La prueba de esta semana fue el famoso HTP (House, Tree, Person) que consiste en dibujar esas tres monadas (ash, en español pues, casa, árbol y persona), entregárselas a tu psicólogo, que te sonría agradablemente y se los lleve a tu casa para medir que tan propenso eres a comprar una escopeta recortada en Tepito y matar gente, como si la vida fuese Grand Theft Auto. Después de las pruebas, viene la entrevista (o viceversa). Esta vez, la entrevista fue particularmente difícil porque me preguntó acerca de mis amores, mis relaciones sexuales y no sé como, pero llegamos al tema de la muerte de mi abuela. Hilos conductores, tal vez, andaba bien campante presumiendo mi sexo, y de un momento a otro, andaba recordando aquel día. No fue hasta esa entrevista, que me di cuenta que han pasado cuatro años de su muerte y sólo reafirmé un grito colectivo–: La vida va.
Antes de “La vida va”, esa frase mamuca, pensaba más bien “Sigue caminando, tienes que seguir caminado”. Sigue caminando, aunque te rompas las piernas, aunque se te deformen los pies, aunque te maten una y otra, nomás sigue caminando y ya. Ahora es “La vida va”, porque aunque te detengas a descansar, McVries, la vida sigue caminando. No es que tú camines en ella, amigo, no… siento que es al revés, la vida te camina enfrente y si no te pones a la par, te pierdes las otras tonalidades del paisaje, las que no conoces, sigue caminando o detente a tomarte tu cafecito, pero date cuenta que la misma vida nomás va y tú le importas lo mismo que los otros millones de cabrones engendrados en esta tierra.
Recordar el momento fue doloroso. Me aguanté las lagrimitas, eso sí… pero me acuerdo, bien me acuerdo, de que me tocaron tres tonos de su muerte. El primero fue cuando aún estaba con vida, cuando me dijo que igual y era hora de que ya se la llevara quien tuviera que llevársela, cuando la vi meterse al baño la noche anterior y caminaba cansada, tan cansada. Cuando salió del baño no le encontré el rostro, aunque se lo busqué y no pensé interrumpirla, no pensé decirle nada, no pensé en molestarla, porque bueno, creí que necesitaba dormir, creí que la vería mañana. El segundo tono fue el amarillo, cuando recibí la llamada avisándome que algo había sucedido, cuando entré a la habitación y la miré con los ojos abiertos, acuosos y la piel ocre. Mi tía explicándome que eran los químicos, no recuerdo si le pregunté por el color o ella solita se aventó la explicación. Cuando le tomé la mano y me solté a llorar, como nunca he llorado, berreando como vaca en el matadero. Estaba muerta. Unas horas antes, unas horas después. Dos tonos y ya estaba muerta.
El tercero fue en el servicio. Ella estaba en el ataúd como muñequita de exhibición. Le habían maquillado, ya no se veía amarilla, ya no me sentía tan mal por el color. Noté que le habían pintado los labios de un ligero bermellón, el mismo color que ella usaba para maquillarse cuando tenía que presentarse en algún lugar. Ya no tenía los ojos abiertos, ni la expresión rígida, alguien se había molestado en que pareciera una sonrisa, en que pareciera feliz, o dormida, o viva. Pero yo la vi, la vi en todos los tonos, antes que se muriera mi vieja. No me duele que se haya ido por no haber platicado con ella o porque hubiera olvidado decirle algo, eso no me dolió, afortunadamente pude decirlo todo. Me dolió porque de alguna manera, también fui su hijo y presiento que fui de los más consentidos y quise retribuirle el cariño… me dolió porque pensaba que me duraría lo suficiente para mostrarle, no sé, alguna cursilería… un título universitario, por ejemplo, un cuentito publicado, no un pinche artículo publicado en un periódico escolar, no sé… que me duraría para enseñarle cinco novias, una esposa y hasta el pinche perro… para enseñarle que no sería un completo inútil, un bueno para nada, que mis decisiones eran acertadas y las únicas decisiones, que su muchacho noble, genio, bien criado por su merced y medio mamón, podía tomar. Que ella me aprobara que era lo suficientemente listo y ya…
Pero las cosas no son así. Eso te enseña la muerte del querido, que la vida nomás camina y la muerte le sigue pasito a pasito. No es tan inesperada como no las inventamos, no es algo que pueda evitarse (ni la una, ni la otra), no señor, caminan juntitas… y actúan las dos, como un ballet nureievesco, sincronizados y tan hermoso como horrible, en los momentos que deben actuar. Y tú no puedes llevarles el paso, igual y te la crees, igual y crees que estas en el baile, pero no, nomás te están bailando y sépase señor… para seguir caminando, en algún momento te tienes que sentar y si te sientas, obviamente, es porque te sientes cansado, ya sea por pinche fumador o por quejica… pero el humano es consecuencia de lo uno y del otro, el humano insiste y se enorgullece de su complejidad, mientras que vida y muerte, amor y odio, bonito y feo, esos conceptos extremistas y tan trillados en nuestros tiempos, se rigen con una simpleza frustrante.
Todavía me duele su muerte.
Todavía me duele mucho.
Desde que no estas, he descubierto que tan estúpido puedo llegar a sentirme.
Tu muerte explotó en mí un obsesivo deseo de perfección.
Días después de tu muerte, decían que tu cuarto seguía oliendo a flores.
Las cenizas están en esta casa, en el cuarto de mi hermano y el mío. Una vez, platicando con la monja de aquella secundaria, se me escapó ese dato y ella me pidió que la enterráramos en piso santo. Asentí lentamente. La abuela, de haber escuchado eso, le hubiera dado una bofetada a Sor Juana y le hubiera exclamado, bien derecha–: ¡Usted no me va a decir si me entierro en piso santo o no! ¡Ya estoy muertita, qué no ve? Acto seguido, la abuela subversiva, igual de subversiva que todas las mujeres de esta familia, me hubiera pedido a mí, Agustín, por supuesto, séptimo hijo según Agustín, no tengo papeles para comprobarlo pero una credencial metafísica, mucho gusto–: Hazme el favor de tirar mis cenizas en algún lugar, que no quiero ser opinión de nadie. Pero claro, eso es algo que yo estoy suponiendo diría la abuela. A la fecha esas cenizas siguen ahí y cuando me mudé para acá, fueron un breve tema decorativo entre mi hermano y yo.
–¿En dónde ponemos a la abuelita? –me preguntó duro, directo, al grando, espontáneo. Yo, me quedé frío, parpadeé un par de veces y contuve la carcajada. Miré a mi hermano con sus ojotes, pensé en pingüinos cantándole al sol y de alguna manera, traté de relacionar a la urna con la abuelita, ¿es qué mi hermano estaba hablando en metáforas? ¿estaba escondido algún poeta sardónico dentro de su mente o sencilla ingenuidad, de esas que tiene un hermano del que fui como su padre durante un par de años?, me imaginé a mi hermano cargando con la abuelita completa, una señora caderona, que en su tiempo habría tenido unas nalgas preciosas y unos ojos misteriosos, de esos que encantan a los hombres. Me le quedé mirando a mi hermano, a la urna, a la abuelita, a los pingüinitos del Mayab.
Después me preocupé, porque la urna era la abuela, y eran sus cenizas, y estábamos decidiendo donde poner ese extraño altar a la imagen de una persona que ya no está–: Te digo que ya me tires en algún lugar, Agustín… en algún lugar, porque en serio, esas pendejadas donde me faltas al respeto y te digo necio, tan necio como una mula, porque yo ya estoy comiendo palomitas y algodón azucarado con Dios, que no existe como la Biblia mi muchachote, tan noble, no es igual a las estampitas, es todo el cosmos e imagínate la cantidad de palomitas y de algodón de azúcar, y cuernitos, café, pan de dulce y quesadillas de flor de calabaza, imagínate la cantidad en un lugar llamado Cosmos. Si no lo tienen, te lo preparan.
–A caray, pues no sé.
–La voy a poner en un lugar alto.
Y la puso, si que la puso, encima del closet gringo “ármelo usted mismo”. Hugo le hizo el favor, a la abuela, de ponerle un muñeco de peluche de Gokú que hizo mi mamá para él, cuando era chiquito y otro mono de peluche que es un animal africano que no tengo idea de como se llama. Sus muñecos, sus guardianes metafísicos. Ya me veo, si señor, muriéndome y no me sorprendería encontrándome a Gokú enseñándole a mi abuela como hacer un Kame Hame Ha y un animal africano, cuyo nombre desconozco, estará tomando el sol y bebiendo una margarita. Letrero neón: Cosmos, si no viene en la carta se lo preparamos, neta.