Ver tanto por ahí, que hablan de John Lennon y su desafortunado asesinato, donde hacen viajes espacio-tiempo en letras y música, para honrar a un hombre creativo… me hace pensar dos cosas: lo que me sucedió en aquel entonces no fue tan importante y lo segundo es cuánto me da gusto que lo hayan matado. De lo primero, tengo mucho tiempo para elaborar. De lo segundo sólo lo haré el día de hoy porque ayer, hace unos años, lo asesinaron. Yo tenía cuatro años cuando el día y mis padres se entristecieron un poco por la noticia. Desde entonces, cada Navidad, le dedicábamos un poco de música y escuchaba a mis viejos hablar de Lennon, de como influía su música en algunos de sus recuerdos. A veces invitaban a sus amigos, y todos reunidos, entre el humo del cigarrillo que en ese entonces no mataba de cáncer, entre la música y la voz profética de aquel cuatro ojos, mientras yo tomaba un chocolate, miraba los rostros evocando los recuerdos de Lennon y de mis viejos, y de sus amigos.
Y no sólo eso. Veinticuatro años más tarde, la gente aún hace lo mismo. Incluso yo lo hago. Por eso me agrada su muerte, porque dudo que él tuviera el mismo impacto mediático si continuara con vida. No hay manera de saberlo. Puede que si algunos sociólogos, antropólogos y músicos, se juntaran a platicar del tema y pusieran las cartas sobre la mesa (estudios enteros de como John Lennon ha impactado a la sociedad moderna), además de otro estudio de la vida entera de John Lennon, podrían pronosticar que haría el día de hoy, podríamos saber si tendría el mismo impacto o si se convertiría en una sombra de McCartney. Nadie lo sabe, sólo podemos jugar con la posibilidad y la melancolía que su muerte obliga. La melancolía. Los recuerdos. La niña masticaba un melocotón.
Azul masticaba un melocotón la mañana del treinta de noviembre y leía “El Túnel”, de Ernesto Sábato.
La madrugada del veintinueve dormí como un ángel, en una cama enorme como la que soñaba para mi casa, con mi mujer. Con sábanas suaves como nunca había sentido, como una invitación a las caricias, como si las sábanas fueran lo único necesario para la intención sexual. Y la mañana, ese día la mañana fue como despertar en Chapultepec unos años antes de que se sobrepoblara. Los pajaritos y el frío me despertaron. Un árbol seco se burlaba en mi ventana. Me asomé por ella y el jardín se extendía hasta el otro lado de la fortaleza. “Detrás del espejo”. Había unas cajas dentro de la habitación marcadas con mi nombre y una nota escrita apresuradamente. “Quemé la mayor parte de tu ropa. Hoy en la tarde tendrás nueva. También te dejé tu desayuno, espero no abuses de él. A.”
Vi la nota un momento. No recordaba que la letra de Almaguer fuese tan descuidada. O tan fea.
Mi desayuno era una botella de Walker, a un lado de la nota. Tacaño Almaguer, tanto dinero y me compra una de Walker. No bebí esa mañana porque me desperté en otra realidad, en un universo alterno, en un sueño. Imaginé por un momento que el mundo estaba en paz, imaginé por un momento que los coches no existían en la gran ciudad. No bebí porque temía regresar a mi departamento, a mi sueño roto, al abandono de Lorena. Miré el whisky, no me decidí si era una tentación o una broma cruel. Guardé la nota de Almaguer en el cuaderno que me regaló y salí hambriento a buscar la cocina.
Azul masticaba un melocotón la mañana del treinta de noviembre.
Abajo, donde estaba todo lo demás, me dediqué a buscar la cocina y terminé por descubrir la biblioteca, el estudio, la oficina privada de Almaguer, el gimnasio, un patio trasero tan grande y presuntuoso como el delantero. Hice ejercicio con esa caminata de veinte minutos, encontré a una señora amable cargando una bolsa de mandado, de unos cuarenta y tantos, con su uniforme de servicio. Le pregunté por la cocina y ella, amablemente, después de darme la bienvenida y su nombre, Carmen, empezó a platicar del mercado y de la mañana tan hermosa que hacía, a pesar del frío. Yo simplemente la seguí, pensaba que sus ganas de platicar eran la guía a la cocina y, afortunadamente, no me equivocaba. La cocina, como todo, era amplia. Fácilmente, si uno quería, podía organizar una fiesta grande sin el temor a que no hubiera espacio. Eso y acceso inmediato al patio trasero lo hacían un excelente lugar para las reuniones. Envidié tanto a Almaguer en ese momento.
–¿Qué va a querer el joven? –preguntó doña Carmen–. Lo que usted quiera aquí se le prepara.
–Unos chilaquiles, por favor señora –ordené gentilmente, en lo que tomaba asiento y me recargaba en la mesa–. ¿Tiene cigarros?
–Doña Carmen, doña Carmen para todos y para usted también. Y si, le puedo regalar uno de los míos, estan en la mesa. ¿Quiere cafecito también?
–Discúlpeme doña Carmen y si, cafecito por favor.
Tomé uno de los cigarros, lo prendí y me puse a fumar, en lo que esperaba el desayuno. Me pareció que podría hacer eso, todos los días.
–¡Buenos días Doña Carmen! Ohhh y muy buenos días a ti –exclamó alguien. Era Azul quien entraba a la cocina y nos sonrió alegremente como si fuese una niña. Estaba en camisón.
Los dos respondimos nuestros buenos días y miré a Azul aténtamente, la plática convencional de Doña Carmen se convirtió en ruido de fondo, en estática de radio, así como las respuestas que le daba Azul, quien caminó directamente al refrigerador, lo abrió y se inclinó para buscar en la parte de abajo. Frutas y verduras, pensé. Aún recuerdo la mañana del treinta de noviembre, porque ese momento, desde el despertar hasta el desayuno, me pareció lo que hubiera querido para mí. Lo que hubiera querido en mi vida. Lo que había visto en comerciales de refrigeradores, en las series gringas de televisión. La mañana del veintinueve de noviembre, fui el hombre común que de un momento a otro se convierte en el modelo aspiracional. Desperté en una habitación, en una cama grande, con una nota invitándome al desayuno, firmada por alguien A (o L, ¿qué diferencia podría haber?). Fui directo a la cocina, recién despertando, y una mujer hermosa me daba los buenos días, oh… y la chacha, pero la chacha no lo planeaba para nosotros, ganaba bien pero no tanto.
–¿Y qué tal estuvo la noche? –me preguntó Azul, quien encontró su melocotón. Dejó descuidado el libro sobre la mesa y jugó con el melocotón en las manos.
–Son muchas cosas para una noche y para un día –le respondí, honestamente–, pero vaya que no he dormido tan bien en mucho tiempo.
Azul sonrió.
–¿Si sabes lo que hacemos aquí, verdad?
–Creo. A menos que solamente les guste tomar café desnudos, en las noches, creo que si sé.
Azul y doña Carmen se carcajearon. Me sorprendió la risa de doña Carmen e hice una anotación mental para después hablar con ella en privado. En ese momento me pareció interesante su perspectiva, aunque más tarde encontraría que era demasiado honesta y simple.
–Almaguer nos platicó de ti y todos votamos que sería buena idea. Aunque, bueno, no nos platicó exáctamente de ti. Nos platicó un… ummm, un trabajo extra. Alguien que hiciera lo que tú vas a hacer pues. A todos nos fascinó, sobre todo al Negro.
–¿Se llama Negro? –pregunté. No quería terminar confesando que la presencia de tamaño negrote me intimidaba, al menos no en el primer día.
–Bruno, pero le decimos Negro, él mismo llegó diciendo que no le molestaba que le dijeramos así.
–Ya va.
–¿No deberías estar anotando todo esto? –preguntó Azul, había algo de travesura en su tono de voz.
–No lo sé, la verdad. No sé muy bien a qué se dedica un bitacorista de un oficio tan particular o que espera Almaguer de mi.
–Almaguer espera de ti lo mismo que espera de todos nosotros –dijo Azul, mordió su fruta y me miró–. Que seas tú.
Asentí lentamente. Doña Carmen me trajo mis chilaquiles y mi café a la mesa. Guardamos silencio y le miré, extrañado, leyendo su libro.
Imagina a la niña masticando un melocotón.