–Es una polla y ya –me dijo, muy seriamente, Eva. Pío pío. –30 de Noviembre, 2003.

Eva me llamó ayer, a las seis treinta y cuatro de la tarde. Fíjense. Rewind. Stop. Play. Hola, estoy en México visitando a los amigos y me encantaría verte. ¿Vale? Llama a este número xxxxxx cuando tengas un momentito. Almaguer me dio tu número, espero no te moleste. Stop. Y llamó otra vez. Y escuché de nuevo el mensaje. Play. Te extraño como los extraño a todos. ¿Estás bien? A… mi nombre no vale, no vale. Vale no. Fast forward. Play. En serio, quiero verte. No quiero que me obligues a pedirle tu dirección a Almaguer, por cierto, feliz cumpleaños atrasado. Stop. Mi cumpleaños fue en noviembre, trece, por si a alguien le interesa… en serio quiere verme ¿después de todo lo que pasó? Play. Todos te hemos perdonado, yo… yo te he perdonado.

Stop.

Aquella tarde, donde la niña masticaba el melocotón, llegó un camión con mis cosas. Ramón, uno de los guardias armados, subió a avisarme y me preguntó si deseaba que subieran las cajas a la habitación. Yo asentí. Era un hombre de bigote, moreno, jeans, camisa de cuadros y una panza de tres meses. Mellizos, pensé y sonreí perverso. Se veía cuerdo y sereno. Lo acompañé abajo, hacia el camión y miré como los trabajadores descargaban diez cajas con mi vida empacada y eran dirigidos por Ramón a mi habitación. Almaguer pasó por ahí y me dio una palmada en la espalda.

–En lo que descargan tus cosas, vamos a comprarte ropa –me dijo–. Espero hayas disfrutado tu desayuno.

Le sonreí. Cuando olí mi propio sudor y el alcohol de la noche anterior, entendí la diplomacia y la poca disposición a platicar de Azul. Necesitaba un baño y ropa nueva que Almaguer me había prometido. Quise bañarme primero, pero Almaguer me lo impidió y me llevó al centro comercial. Permití que Almaguer eligiera por mi, aportando un poco al asentir cuando me señalaba algo. Nunca fui muy quisquilloso con la ropa hasta que él me enseño de la presencia. Lorena, a veces, escogía la ropa por mí y tenía buen gusto, porque siempre había algún comentario cuando llevaba algo suyo. Habremos tardado dos horas, Almaguer se encargó de que subieran y acomodaran mi nuevo guardarropa y llegamos justo para la cena.

yo te he perdonado.

En la cena se encontraban todos los del grupo, excepto Eva. Es que vino el francés, dijo Almaguer, se encuentran en el Registro y cuando terminemos iremos a verlos. El argentino y Azul se miraron como complices, el Negro enseñó sus dientes blancos en una gran sonrisa. Bisteces, unas cuantas tortillas, papas cocidas y frijoles. Una cena muy mexicana para todo tipo de gente. Platiqué un poco con ellos, de sus intereses, de qué hacían en las mañanas y en las tardes. Todos respondieron con una hora de gimnasio y me invitaron, coordialmente, a que les acompañara. Reí educadamente y me serví otro whisky. Marcos me contó que le gustaba pintar, que estaba yendo a clases con una pintora y que también le servía de modelo, que le gustaba caminar en las tardes y que llevaba su alimento para las palomas, igual que Borges (lo dijo él, no yo). Los demás se rieron cuando dijo eso y podía entender un poco el chiste… con la pinta de metrosexual de Marcos, yo no le visualizaba alimentando palomas. Horacio tenía una vida un poco más activa, veía a sus familiares que vivían en Oaxaca cada que podía, les visitaba para comprarles cosas y para pasar tiempo con su hermana menor. Le gustaba salir de antro los viernes que tuviera libres. El Negro estaba estudiando economía y se estaba especializando en finanzas, o algo así. Actualmente, salía con otro chavo de su carrera. Respondí con el rostro y todos se carcajearon con mi reacción. Me sentí de lo más puritano. Azul estudiaba derecho penal, hija de madre viuda y llena de tíos. Su familia sabía en lo que estaba, y aunque no se acostumbraban, trataban de entenderlo.

–El dinero –dijo Azul–. El dinero obliga que todos comprendamos. Además, no es como si no me gustara. Me gusta.

Alcé mi vaso en su honor y todos hicieron lo mismo. La compadecía, de alguna manera, y de otra, sentía que muy adentro estaba yo también hundiéndome como ella. Sentir lástima por ella era lo peor que podría hacer, si yo estaba participando en ello. Incluso el consumidor más moderado, sería un hipócrita si en cualquier momento compadeciera a cualquiera en el negocio, por el simple hecho de consumir, de requerir sus servicios. En eso pensaba, mientras tomaba mi whisky, se terminaba la cena y me preguntaron de mi.

Almaguer les detuvo con un gesto.

–Hay que ir con Eva, después de todo, nuestro escritor estrella ha visto muy poco.

Play. yo te he perdonado. Silencio. Fast Forward. Play. Ya pedí tu dirección, estoy tomando un taxi en este momento que va para allá. Nunca has sabido cuando abrir la boca, joder. Stop, hideputa. Y si, Eva llegó a las siete veintidós de la noche, cuando abrí la puerta me soltó una sonrisa cálida, una sonrisa que sólo las mujeres saben hacer y mueve fibras, las venas esas que se conectan al corazón y al estómago, y hacen que uno salte, que se hundan en un vacío enorme durante segundos, como cuando uno acelera de bajada. Me abrazó, me olió y luego se echó a reir. No has dejado de beber, corazón, pero te entiendo… lo entiendo todo muy bien. ¿No quieres ir a España? Te alojo un mes o dos, lo que necesites, y dejas ese mal hábito, te sentará bien el aire, te gustarán las calles. Jolines, Eva… Jolines no, risas, eso sólo lo dicen los niños y los idiotas, o los gilipollas que pretenden ser graciosos. Eso pretendía, precisamente… le dije, y no iré a España. ¿Aún tienes el arma? No puedo detenerte, pero quiero hacerlo. Quiero hacerlo. No fue tu culpa. En ese caso, no fue de nadie, pero alguien tiene que pagar, siempre alguien tiene que pagar o si no, las leyes de los hombres se quiebran. Gilipolleces, ¿quieres que me quede esta noche?

Entramos al Registro esa noche, El Francés era un hombre robusto, castaño claro, cabello quebrado y largo, con bigote, de unos cuarenta y tantos años. Había visto sus fotos en periódicos antes, ¿era un diplomático? Ummm, no, ¿o si? No, no, era un empresario, o era un empresario con un diplomático. Algo así, nunca me molesté en investigar, preferí saber lo menos posible por discreción, no por seguridad. Por eso nunca contrato jodidos de lana, me dijo Almaguer, porque aprovecharían mucho llevándose esas fotos y aún así, tengo software de seguridad disponible, uno nunca sabe. El francés pellizcaba con sus robustos dedos los pezones de Eva y se los enrojecía, su bigote sonreía, la piel se le miraba suave, sudaba poco. Los monitores en el cuarto oscuro del Registro me permitían verlos desde distintos ángulos, Eva en cuatro, mirándolo, sonriéndole muy distinto a como me sonrió el día de ayer, el Francés moviéndose, acelerando el ritmo, apretándole las caderas. Eva es la favorita del Francés, me dijo Marcos, ¿querés una soda? Si Azul presentaba una inocencia, Eva era todo lo contrario. Sentía como el rostro se me quemaba… los estaba viendo.

–Esta es una sesión privada –me explicó Almaguer–. Más tarde los editores harán un DVD y yo se lo entregaré personalmente. Suele presentárselos a sus amigos en reuniones privadas.

Como gatos, pensé, cuando El Francés recargó su mano derecha en el cuello de Eva y la empujó contra el colchón. Los fotógrafos tomaban fotos. A veces el solamente le sonreía a la cámara, mientras Eva se sumergía en su papel, El Negro y Marcos la comentaban, yo sentía que el rostro se me quemaba, miraba las piernas perfectas de Eva, el arco de su espalda, sus labios enrojecidos. A veces, Eva volteaba el cuello para mirar al Francés y le retaba empujando sus nalgas, la mirada coincidía con el espejo hacia el cuarto oscuro, la mirada de Eva coincidía con mi mirada. Almaguer, sonriente, me empujó el cuaderno, la pluma, y me dijo escribe, de eso se trata, escribe todo lo que ha pasado esta noche y no lo olvides. La segunda noche de cien noches.