Si bien, mientras fumaba un cigarro aquel día que neceé con mi hermano, y que esto se empalmara, de alguna manera curiosa, con el recuerdo que tuve de Narayanath y como mi abuela preparaba la carne para las hamburguesas, pasaron unos minutos para que nos perdonáramos, él mi necedad y yo su pubertísimo valemadrismo. Nos perdonamos en silencio, después de un rato de no hablarnos. Nos perdonamos en el momento que retomamos las pláticas simples y sencillas, los chistes que entendemos entre él y yo como un código, con esas claves que usamos para reírnos y comunicarnos. No obstante, cuando salí a fumarme un cigarrillo, y cuando él se quedó en la azotehuela, pensando en la discusión que habíamos tenido, mi abuela seguía en alguna parte, flotando como un fantasmita, su recuerdo necesitaba ser escuchado y no podía apartar de la mente aquellos momentos difíciles después de su muerte, que nos vinieron a joder toda la agenda y que nos cambiaron de manera radical la tradición, la manera de ver el mundo y nuestra situación como familia.
La abuela se enfermó gravemente, mientras yo trabajaba en casting. Teníamos comerciales pendientes, estábamos atiborrados de trabajo, tiendo a pensar que en ese momento había alguna campaña, o tal vez, algún comercial de pesadilla con Javier Blanco, un director que no podía estar a gusto con nuestro casting o con cualquier cosa. Tan siquiera hubieran sido comerciales memorables, entonces sus decisiones para mí hubieran sido entendibles, pero no era así, nada en la publicidad era así. Alguna vez, me quedé un rato en la productora donde trabajaba y vi un demo con los comerciales que había hecho en Argentina, esos si fueron buenos comerciales… Vaya, me he separado del tema. Estaba contento con mi trabajo, la empresa estaba creciendo y era una delicia trabajar ahí, de alguna manera. Y también me convencí, en ese año, de abandonar mi carrera cuatrimestral y barata en sistemas computacionales. La Universidad de por sí no me gustaba y solamente me estaba volviendo un alcohólico, donde cada tercer día me salía a beber con los compañeros. Mi madre, mientras tanto, seguía trabajando en el Instituto Electoral del Distrito Federal, donde, como una bendición, le pagaban por ahí de treinta y cacho mil pesos mensuales. Para una mujer en sus cuarenta y tantos años, que se quedó como eterna pasante, conseguir un trabajo así en México, realmente fue un golpe de suerte y mi hermano, bueno, estaba estudiando la primaria. A veces, Victor Hugo se quedaba a dormir con mi tía Imperio, mi tío Daniel y la abuela, quienes vivían juntos en un departamento. Antes, junto con mi tío Ángel, vivíamos todos en un mismo lugar, pero hubo discusiones muy fuertes por el carácter de mi mamá y porque mi abuela quería, en cierta forma, que ya cada quien hiciera su vida aparte del otro.
Empezamos a vivir como un núcleo. Éramos solamente mi hermano, mi madre y yo. Yo tenía ganas de seguir trabajando, no quería seguir estando en esa universidad porque la educación no era buena, porque sólo me gastaba el dinero de mi trabajo en beber y porque, sencillamente, no quería estar ahí. Cuando la abandoné no le dije a nadie, sencillamente la taché de mis horarios. No fue mucho tiempo después que mi abuela se enfermó, empezó como un simple dolor en los riñones y después continuó como que acabó en un hospital del seguro social. Mi hermano acostumbraba a comer con mi abuela, y que ella vigilara sus tareas, mientras yo y mi madre trabajábamos, ella con su sueldote y yo con mis cuarenta dólares por proyecto (y había, uno o dos proyectos a la semana, si bien nos iba). A veces me iba bien, a veces me iba mal, que siendo honestos, (mal) por mil seiscientos pesos mensuales mejor me hubiera quedado en mi casa, o hubiera terminado mi carrera y (bien) por tres mil y cacho pesos mensuales, mejor conseguía otro trabajo. Pero en ese momento si me gustaba el trabajo y me fascinaba el movimiento, la publicidad, las nalgas bonitas, me fascinaba todo. Quería más. Mi mamá, en cambio, me presionaba para que me hiciera cargo de mi hermano, para que lo llevara a la escuela, para que fuera por él, para encargarme de sus comidas y de su educación. A veces lo hacía, a veces no, a veces me quedaba dormido. Carillo entonces empezó a decir que cuando algo no estaba bien con mi vida, sencillamente me quedaba dormido y era muy fácil en un trabajo donde no tenía horarios. Francamente, lo hice muy bien durante dos o tres meses, donde pude manejar a mi hermano, a mi madre y mi trabajo. Mi tía Imperio y mi tío Daniel también apoyaban con cuidarlo, se lo llevaban a un pequeño negocio que habían montado y él hacía ahí las tareas, y comía con ellos. Nunca fueron muy intrusivos, Daniel e Imperio aceptaban que estuviera en mi rollo.
Estaba lleno de trabajo. Daniel me comentó, dos o tres veces, de distintas maneras, que debía ir al hospital a ver a mi abuela, pero no tenía tiempo para hacerlo. Algún proyecto nuevo salía y también, sentía que no quería hacerlo. Tenía miedo de ver a mi abuela en un hospital y tenía ya, en ese momento, distintas presiones para dirigir de distintas maneras mi vida. A mis veinte años yo no quería que nadie me dirigiera. Fueron en esos meses que se formó mi instinto de preservación, lo que me impulsa a hacer las cosas porque quiero hacerlas, en esos momentos se hicieron varias de mis decisiones tajantes, lo que yo quería para mi vida y todas esas pavadas. Estudiar letras, por ejemplo, porque me gustaba. Seguir trabajando en publicidad, porque sentía yo que estaba aprendiendo y porque en ese entonces, empezaban a haber más proyectos y más dinero. Pero había poco apoyo. En mi trabajo me presionaban porque era como el padre de mi hermano y mi madre me presionaba con que no tenía que trabajar, que ella podía pagarlo todo… pero no era así, porque me daba el dinero cuando se le daba la gana. No había ninguna seguridad en alguna parte, no había ningún apoyo completo, fue en ese momento que estallé y mi decisión, tal vez la más importante y la más necia, de esas pendejadas que dirigen la vida, es que si alguna vez decidía meterme en una cruz, lo haría por mi y para mi, nada más. Si quería una mejor educación, la conseguiría yo. Si quería un mejor trabajo, lo conseguiría yo. Si quería ser el padre de mi hermano, sería porque yo lo quería y porque podría mantenerlo así. ¿Se entiende?
Todo eso pensaba ayer, mientras fumaba un cigarro y pensaba que me había puesto de necio con mi hermano. Todo eso pensaba ayer y mi abuela no me dejaba en paz.
Si bien, fui solamente una vez para ver a mi abuela y esa vez, platicamos poco. Me dijo que siguiera estudiando y me dijo que presentía su muerte. Yo no dije mucho, yo sólo la abracé, le di un beso en la mejilla y empecé a medio llorar. No me gustaba que la abuela pensara que se estuviera muriendo y ella no quiso soltarme, pero me hice a un lado, porque no quería que me viera medio llorando. Dejé el hospital sintiéndome mierda y mi hermano estaba conmigo. Al día siguiente, Imperio me amonestó, me preguntó que le había dicho y que había pasado. Le dije que nada. Entonces me explicó que a la abuela se le había subido la presión, que no pensara que en ningún momento estuvo mal mi visita, pero que tuviera cuidado que hablaba con ella, por la salud de ella. Y me sentí más mierda, y me prometí que ya no regresaría al hospital, si de todas maneras me regañaban, si de todas maneras hacía más maldad que bien. A los tres días, ella regresó a la casa y pensé que había sido tanto por nada, que no hubo ningún problema y murió la misma noche que regresó.
Y lo que pasó después, no tuvo alguna diferencia. Mi madre y yo seguimos trabajando. Imperio se fue porque quiso hacer su vida en otra parte y Angel regresó a vivir con Daniel. Lo que pasó después, fue que mi hermano se quedaba más tiempo solo, yo me quedaba dormido más a menudo. Mi madre presionaba más para que me quedara con él, pero ella no ofrecía ningún tipo de seguridad a cambio, si para dar dinero había que llenar doscientas formas y presentarse a tres instituciones. Y mi hermano se quedó sólo un tiempo, aprendiendo a cuidarse él sólo, aprendiendo a cocinarse él su comida. No es que no me hiciera cargo de él, tampoco era así de rudo, sencillamente pensaba que él debía hacer esas cosas por sí mismo. Que en algún momento le tocaría estar a sus anchas, donde le apoyaran nada más un poco, donde él tendría que valerse y ser un poquito cabrón, si verdaderamente quería algo. Pensaba que era mi lección para él, la más importante y me di cuenta de lo amargado que estaba, y que de veras, a veces cuidaba al niño como si fuera su padre, y otros días como si fuera mi carga. Fumando, en la reja, me acordé del momento en que los dos nos quedamos a ver la televisión y él me dijo que no le gustaba quedarse solo, que no me fuera. Entonces primero descargué toda mi frustración, todos los planes que tenía, y como todos me imponían otras responsabilidades. Lo hice con muchas palabras, como aquella vez de las hamburguesas y no podía explicarme, no podía decir lo que verdaderamente quería decirle. Y él sencillamente se enojó, y empezó a llorar. ¿Extrañas a la abuela?, atiné a preguntar, que creo era la única pregunta válida entre los dos, en ese momento, y él asintió. Lo abracé y los dos lloramos durante un buen rato.
Durante un buen rato.
Luego de ese día me prometí nunca abandonar a mi hermano. Y que si alguna vez mi vida tendría que funcionar en base a alguien, aparte de la mujer que amo, sería por él. Por él.