El perro no dejaba de ladrar y me provocó cierta ternura, cierto dolor. Era pequeño, era blanco con sus pequeños pelos rizados, era de un amigo. Pero no dejaba de ladrarme, no dejaba de andar en círculos mirando a la ventana ennegrecida por las cortinas que nunca se limpian. No se callaba y yo, a veces trataba de atravesar sus ojos para comprenderle. ¿Por qué ladras, monín? Le pregunté un par de veces y sencillamente, me respondía guagüeando otra vez. Entonces lo recogí, lo tomé en mis brazos y comprendí, vanamente, que estaba siendo piadoso, más piadoso de lo que podría ser con otro ser humano. Un prójimo. Primero le acaricié el lomo, él continuaba gruñendo, a veces ladraba quedito como grabación de perro made in China. Fue entonces que le tapé los ojos, le puse la mano en el hocico, le quebré el cuello y me sentí más piadoso aún. No me espantó el sonido, al contrario, el detener sus quejidos para mí fue como un bálsamo. Dejé caer el perro de mi regazo, con la lengua de fuera y los ojos abiertos. Yacía como un tapete. Y fue que comprendí que si alguna vez escribía estas líneas, la gente me odiaría más que si hubiera matado a mi prójimo, a mi hermano “el hombre”. No podrían entender, jamás, ese momento de compasión que me hizo arrodillarme ante el perro y llorarle un poquito. Ahora es que de veras empezaba a extrañarlo.