(…) como cuando Palinuro le preguntaba al abuelo cuánto lo quería. “Mucho, muchísimo”, le contestaba el abuelo Francisco. “Pero ¿cuánto, cuánto, abuelo? ¿De aquí a la esquina?” “Más, mucho más.” “¿De aquí al parque del Ajusco?” “Más, muchísimo más: de aquí al cielo de ida y de regreso, yéndose por el camino más largo de todos y regresando por un camino todavía más largo. Y eso después de dar varios rodeos, de perderse a propósito, de tomar un café con leche en Plutón, de recorrer los anillos de Saturno en patín del diablo y de dormir veinte años, como Rip Van Winkle, en uno de esos planetas donde las noches duran veintiún años: porque a mí me gusta levantarme temprano, cuando menos un año antes de que amanezca.”

–Palinuro de México, Fernando del Paso.

El último diálogo me lo aprendí de memoria especialmente para decirle que la quiero y colmarla de cursilería cuando estamos solos o cuando me viene a la mente, en el momento que venga. Por ejemplo, estando en el baño o picando cebolla, o viendo televisión, o cuando no esta ella de cuerpo presente y voy solo, junto con otros tantos miles de mexicanos, en el metro. Es así, por ejemplo, que a los buenos amigos nunca les digo que los quiero y también por lo mismo, les escupo a Del Paso cuando pienso que es necesario recordárselos. En reuniones es bueno para romper el hielo, y para asombrar muchachas, y que estas digan gozosas con las piernas juntitas y arrebatadas de emoción–: Ándale, invéntaaaate otro, ¡ándale! Pero no me sé ningún otro de memoria y no soy un inventor tan gracil, tan elegante como del Paso. Lo único que puedo ofrecerles son fragmentos de “The Wasteland”, o de “An Irish Airman Forsees His Dead”. ¿Y cómo podría explicar mi robo, cómo podría decirles que no me lo inventé? ¿Cómo decirles qué se lo robé a un escritor de a de veras? ¿Cómo podrías explicarles paso a paso, quién es del Paso?

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Es así, por ejemplo, que caminaba un catorce de febrero y en conjunto con mis pensamientos neuróticos los cuales expliqué en el post anterior, también pensaba que se sentía raro estar caminando hacia la escuela y pensar que no tenía que trabajar saliendo de ella. También pensaba, un poco angustiado, la tranquilidad con la que caminaba a mi salón de clases y cuando regresé de clases. Pensé que la tarde estaba muy tranquila, y me sentía cansado, porque la escuela requiere energía. No sé que tipo de energía, pero la requiere. Y requiere pensar mucho, requiere mi neurosis y mi compromiso. Eso pensaba mientras empecé a releer “En busca del tiempo perdido” y me di cuenta que tenía todo el tiempo del mundo para leerlo, y también para jugar los SIMS. Fue que el catorce de febrero localicé a una de mis compañeras de generación, y ella me explicó que podía titularme si traducía un poema… solamente un poema. Y escuché a los profesores explicarme que lo mejor para titularse era hacer una tesina, un texto de cuarenta o sesenta páginas. Entonces desistí de la idea de hacer una tésis de Joyce. ¿Se imaginan una tesis de Joyce? Horrible, pero me gusta lo horrible, lo difícil, lo que toma tiempo y dedicación.

No haré una tesis de Joyce. Probablemente haga una tesina, que para el caso sería lo mismo. Porque leer a Joyce es entregar a Papá Muerte tres años de vida, es acentuar la neurosis, es imaginar que una mujer pone leche natural directamente de la teta al café o mirarle las piernas a una muchachita que lee una revista romántica. Joyce es masturbarse durante un largo tiempo, aún más alla del semen restante en las gónadas.

Y si hubiera estudiado francesas, hubiera pedido a Proust y habría tenido que hacer una lotería entre doscientos cincuenta y tres de las cinco mil páginas que dura su novela. Es tomar café, comer un pan, sentarse y escribir, durante un largo rato, concatenando millares de oraciones complejas evocando los recuerdos, evocando la música, la pintura impresionista y la opera… lo que fuese.

En fin… la UNAM se gastó doce millones de pesos en mejorar la Facultad de Filosofía y Letras. Le pusieron, por ejemplo, guías en braile a los salones. También, me enteré que la UNAM se gasta en cada uno de sus estudiantes, un promedio de cincuenta mil pesos al año. Son datos que le sirven a uno para ser agradecido. Y regreso contento de la escuela, un poco madreado por el metro, un poco madreado por las clases largas de tres horas, pero regreso contento. Fue donde me di cuenta que no era posible hacer las dos cosas al mismo tiempo: No podía trabajar en casting y estudiar. Eso descubrí cuando llegué a casita, cansado, medio zombie, pero todavía contento.