Biblioteca en Peligro — Un proyecto de Salvador Leal.
Pero mientras, cuanto me molesta tu ausencia.
Ya estaba arrepintiéndome cuando me sentí mal: “Te pidió de favor”, “¿Y si se acuesta con ese cabrón y luego anda sufriendo?”, “Quedaste muy formal de ir, ándale, ve”, “Cabrón, de veras no tienes nada que hacer, ¿qué pierdes?”, “Puede ser tu gran noche campeón”, “Deja de hacerte pendejo y vete”. Me puse una camisa de las tres que tengo, le mandé un mensaje diciendo donde nos veíamos y salí. No tardó en llegar, platicamos cositas, un poco del contexto de este cabrón y el porque iba de chaperón, me encogí de hombros, me estaba cayendo mal solamente de escucharlo. Era de esos cabrones que ilusionan nomás, que les gusta tener su cojín de repuesto… de esos que te atarantan a golpes, te curan, te siguen golpeando, pero nunca matan. Nos compramos una bebida con vodka, llegamos a donde era la fiesta, saludamos, buscamos un lugar donde sentarnos y nos quedamos platicando otro rato: De Sol María, del novio que conoció en tal lugar, de lo que esperaba ella para el futuro, de que planeaba hacer. El tipo sólo se acercó a saludarla y después, se fue a pasear. ¿Y de la fiesta? Pues yo no conocía a nadie y no me interesó mucho, la verdad. Ella me dijo–: Estas cuarenta personas que ves aquí, cambian cada mes, yo nunca reconozco a ninguno, siempre van cambiando.
Menos mal, me estaba preocupando tanto.
Lo único interesante que me pasó fue que llegaron unas personas, entre ellas una doña oxigenada, y se acercaron a una señora castaña (que iba con sus dos hijos) a platicar. La doña oxigenada le dijo a doña castaña que quería sentarse, en voz un poco alta. Estaba cómodo en mi asiento. Consideré cederlo hasta que vi que el hijo de la doña castaña, un morro de quince o diecisiete, estaba cómodamente sentado y no hacía nada al respecto. So, decidí esperar unos quince o veinte minutos, a ver qué pasaba. Doña oxigenada repitió que le dolían los pies, fue cuando castaña y oxigenada se me quedaron mirando un rato, será unos tres minutos y me alegré de no haber cedido mi asiento… así confirmé que estaban esperando que yo fuera todo un caballero, muy bien, si quieres a un joven caballeroso y educado ¿por qué no mejor educas a tu hijo? Les regalé una sonrisa, de esas que me han ganado un par de acostones, seguí platicando con mi amiga cuando castaña se levantó indignadísima y le dijo a oxigenada–: ¡Por favor, siéntate, porque ese tipo…! Me hice pendejo y moví mi cabeza al ritmo de superstylin’ (grooving armada). No hay bronca, la vida es maravillosa, te di la oportunidad de educar a tu morro y la desperdiciaste. Lo mucho que nos interesa a ambos, ¿verdad?
Después la fiesta fue aburrida, pero me quedé a ver si se solucionaba algo con ella y el tipo, ese instinto de protector que luego me da. Cuando vi que sucedía lo opuesto le dije–: Sabes qué, ¡vámonos a Mama Rumba!
–¿Neta Arbolito?
–Neta.
–Pero no sabes bailar. ¿Qué, te vas a quedar sentado?
–Vale madres, yo me quedo viéndote, me encanta ver como baila la gente.
Y es la verdad, después de unas cuantas despedidas, nos fuimos de ese deprimente lugar y acabamos en el famoso Mama Rumba. Había escuchado de ese lugar y todas esas escuchadas concordaban en una cosa: Si no sabes bailar, ni te acerques. Pues me acerqué y no me decepcioné. No había mucha gente, mi amiga me dijo que los fines de semana por lo regular se llenaba y era imposible caminar. Como buena asidua del lugar, saludó a tres meseros, al tipo de la barra y hasta al dueño, después nos llevó a una esquina donde suele esperar, supongo, que alguien la saque a bailar. Había otras tres mujeres ahí. Yo agarré mi esquinita y le dije a mi dulce acompañante–: Tu baila, por mi ni te preocupes. Yo simplemente me quedé mirando a la gente, me quedé mirando sus pies y los contornos, como movían el esqueleto.
Había gente que usaba pasos de cumbia para bailar salsa. Eso no me gusta, se me hace algo lacónico, una salida común. En cambio vi a dos o tres parejas que bailaban salsa como debe bailarse y me maravillé. Siempre me ha gustado admirar el baile bien hecho. Una de ellas era una chavita de rastas, con una nariz un poco grande, y ojos bellísimos. La miré bailar durante dos horas, ella también me correspondió las miradas y pensé, un poco apenado: Mierda, si tan sólo supiera bailar…
Algún día de estos tomaré clases.