No es que te haya olvidado, no podría, nada más encuentro el espacio en blanco y no sé que escribirte. Es como el matemático en “El espejo en el espejo”, que aparece en una de las notas del principio trabajando sus ecuaciones laboriosamente y para mí fue impactante, casi terrible, volvérmelo a encontrar a punto de llegar al final del viaje. En otra de las historias, el matemático se convirtió en parte del mobiliario y lo cubrían innumerables telarañas. Se había convertido en una estatua y su cuaderno yacía olvidado, presumiendo una ecuación que no tuvo un final. Fue horrible para mí encontrármelo, porque me acordé del momento que hice un Rhapson Newton a mano, y descubrí que si no tenía cuidado, podría llenar cuadernos enteros buscándole más decimales a una simple cifra. Es por eso que a Ende lo quiero como si fuese un genio, por esas sutilezas, esos detalles, esa manera de transformar lo primario en secundario, lo importante se convierte en olvido y en erosión.

No es que te haya olvidado, es que tengo miedo que seas mi ecuación irresoluta y que en algún momento, en mi vejez, tan sólo recuerde los espacios en que me sentaba a llenar de letras la espalda y la nuca, en que te babeaba justo en el contorno de tu ombligo verbos interminables e inconexos, ¿y qué sentido tiene sugerirte que te estoy hirviendo el ombligo, que te estoy socavando el ombligo, que te estoy ululando el ombligo, qué te orino el ombligo? Y pobres de tus muslos, que habrán de sufrir mis dedos adjetivos blancos prístinos huraños cachondos y sixtinos. ¿No ves? Si estando muy viejo recuerdo eso, tan sólo pienso que mi verga de noventa años estará peleando por erectarse, y me matará la carencia de sangre en el cerebro tan sólo por recordar como en mis noches, a veces en mis tardes y mis días, procuraba llenarte celosamente como un amante, y como te ignoraba por el hartazgo.

Habré de musitar–: Es que eras lo que menos tenía importancia en mi vida y eres lo único que recuerdo tan intensamente.

A veces quisiera que fueses mi única amante y quisiera que este ímpetu, esta energía incontrolable, me obligara a tomarte todos los días por la fuerza, estrellándote contra el muro y abriéndome paso entre tus piernas cual salvaje y hambriento perro. Pero no es cierto, porque me educaron a cansarme, y no me queda otro remedio que burlarme de mi juventud y practicar para mis años de plata, dónde me encuentre extendido sobre la cama y aprecie el sencillo placer de mirar como te pones la horrible piyama que habrá de cubrirte todo el cuerpo. Y no diré nada, porque la piyama es blanca y por más que artistas e idealistas lo intenten, no es inmediatamente bello apreciar un cuerpo viejo y desnudo. Por eso algunos han muerto viejos, han muerto solos, porque su soberbia no les permitía entregar el poco cariño que le tenían a la estética humana o porque lo amaban demasiado. Y deseo creer que tú envejecerás como yo, ahí radica mi pequeño ego trip, donde te hagas amarilla y vieja como el papel, donde te burles de mí porque serán más frecuentes los lapsos donde no pueda llenar tu espacio en blanco y vacío, porque me recordarás historias pasadas, donde podía sentarme e hilar interminablemente gozosos discursos, entre vanales y esotéricos e histéricos y compungidos, los pliegues pixelares de tu vientre.