Dedicado a José Luis.
La idea del cuento la traía desde hacía mucho tiempo, sin embargo, me lo recordó con la plática que tuvimos el sábado en el Metrobus.
Voy a escribirte un cuento, aunque nunca escribo cuentos. Si no es porque uno de los pasajeros dejó un cuadernito y un lápiz, no intentaría hacer este ejercicio inútil. Primero traté de escribir un diario, pero sacar la punta con los dientes es poco benéfico, se gasta demasiado grafito y la madera queda demasiado mordida. Además, el sabor que deja el grafito en los dientes, o más bien, la sensación del material es un poco desagradable, muy frío, metálico como la sangre y plomo. Como te dije antes, primero quise hacer un diario, pero se gastaron dos tercios del lápiz en líneas similares hablando de líneas que nunca terminan en la calle, de gente corriendo con su paraguas huyendo del clima, de sudores en las mañanas por los corredores que vienen al parque hundido, de estudiantes cuyas faldas de cuadritos son invadidas por los ojos de algún pervertido, de viejitas con lentes fondo de botella que a veces tienen suerte, y cuando esto se llena, pueden acercarse a las puertas como si Dios les otorgara un escudo de misericordia. Algunos meses escribí eso, sin embargo, ya casi se termina mi lapicito número dos y estas son las últimas hojas del cuadernito abandonado. Mejor te escribo un cuento antes de que termine mi existencia encerrada en las hojas de este cuaderno.
Todavía recuerdo como empezó esto: Una noche, como a las diez, me enviaron de la firma a entregar unos papeles sellados en un folder naranaja que perdí ya hace algún tiempo. Recuerdo que el destinatario era el Doctor S. Dor y desde entonces, leo los periódicos que abandonan los viajeros buscando si dicen algo de él o de la firma en la que trabajaba. Siempre leo un poco preocupado porque me habían recalcado que esos papeles eran de extrema importancia y su entrega era urgente, que si no lo hacía esa misma noche, no solamente me corrían sino que todos nos quedábamos sin trabajo y a pesar de mi situación, siento remordimiento. Fue un día de mucho trabajo, donde yo tomé el turno nocturno porque el otro mensajero se había reportado enfermo. Quería anotarme unos pesos extra y de verdad, no quería llegar a mi casa, mi hijo había muerto un año atrás y mi esposa me engañaba con otro. Cuando me dieron los papeles, salí corriendo, y ya estando a una distancia segura, me fui caminando a la parada del transporte público, no quería apresurarme porque llegar temprano significaría llegar a casa… pues temprano, encontrar la cama vacía y un olor ausencia que cada vez se pudría más, no quería… en serio que no. El camión no tardó en llegar, estaba casi vacío y como es costumbre, me fui a los asientos de atrás, recargué mi cara contra el vidrio, mis ojos se dispersaron en las luces de otros coches y de las lámparas, miré el reloj una última vez y habrá sido el motor, el silencio, o como la iluminación jugaba con mis párpados cerrados cada que pasaba otro coche, me escondí el folder entre la chamarra y me quedé dormido.
Es curioso como pensaba escribirte un cuento y terminé hablándote de mi propia vida. Ya ni cuando estábamos juntos, ¿verdad?
No soy bueno para escribir cuentos, ¿podrás perdonarme? Quería que esta fuera mi despedida, pensaba doblar las hojitas, ponerles tu nombre y la dirección, pero creo que al final me lo quedaré para mí. O se me olvidará como el folder y alguien más se lo llevará. O tal vez lo haga bolita y lo tire por la ventana. Y bien, ¿cómo te despides de alguien que ya no te espera? Aun cuando me engañaste te extraño un poco… un mucho. Aun te miro en las secretarias que se suben a este camión en las mañanas y tienen sus faldas, sus medias negras y baratas, e ingenuas tratan de maquillarse con el movimiento del camión. Pero pueden, al final siempre pueden. ¿Te acuerdas cuando recién casados, los fines de semana no le tenía respeto a las faldas y a las medias? Terminaban en jirones de tela por toda la habitación y nos reíamos como pendejos, primerizos en eso de estar juntos. Después nos dimos cuenta de los gastos y empezamos a cuidarnos. Que las medias fueran baratas, no quería decir que comprar dos o tres a la semana se convirtiera en un gasto molesto. Me mirabas feo, aunque te dolía no poder complacerme y terminábamos haciendo el amor, lento y despacio, controlado. Quiero creer que te dolía la prohibición de romperte la ropa. Tal vez, ese fue el final de nuestra relación. No fue cuando murió nuestro hijo, sino cuando nos dimos cuenta, cuando abrimos los ojos, cuando olvidamos jugar con las luces a través de la ventana y dejarnos caer. Si te escribo este cuento es porque definitivamente te extraño aunque, seguramente, no te has preguntado porque no he regresado a casa. Es cierto que esa noche no quise regresar y que me quedé dormido. ¿Podrás creerme qué, cuando desperté era de día y aún seguía en el camión?
Si piensas que no regresé a casa a soportar tu desprecio porque me quedé dormido en el camión, es cierto. Y si piensas que no fui considerado y que por ello, al menos veinte personas se quedaron sin trabajo, también es cierto. Pero eso ya no es importante, por eso te lo estoy escribiendo. No es lo que piensas, no es que haya tomado el camión y haya decidido no regresar, no fue por irresponsable tampoco y no decidí ser un pobre diablo que piensa vivir de limosnas y dormir en el asiento de hasta atrás indefinidamente. ¿No te has preguntado cómo es que llevo tanto tiempo en el camión? Yo si, todos los días. Es que ya no puedo regresar. He tratado de explicarlo de muchas maneras, pero ninguna me convence… porque cada explicación que le busco es ridícula, aun si así lo estoy viviendo. Me quedé dormido en el camión y cuando desperté, era de día, el camión estaba lleno de gente y toda la fila de hasta atrás estaba ocupada, había gente parada en el camión. Mi primera preocupación fue que no entregué lo de mi trabajo, entonces intenté levantarme y mi pierna rozó con el hombre de a lado. Primero me dio pena y luego me volvió a dar sueño. Recargué mi cabeza contra la ventana y me quedé dormido otra vez. Desperté diez minutos después y sentía un sopor horrible. Te juro que traté de ponerme de pie y cuando mi mano rozó otra, por sostenerme del tubo, me dio sueño y me quedé dormido de nuevo. Lo intenté varias veces más, y cada vez que tocaba a alguien, accidentalmente o con toda la intención, me ganaba el sueño y me quedaba dormido.
En estos momentos, creo que entiendes como yo, que cada que cuando tocaba a otro ser humano era como si un demonio apareciera y me rociara polvito en los ojos. Pensé por un momento que eran los efectos del gallito que me eché aquella noche de trabajo, que estaba en un viaje del cual ya no podría despertar, pero mientras más avanzaba el día, mientras más contaba las horas y mientras más intentaba salir de mi asiento, me daba cuenta que había caido en alguna trampa y que me había convertido en un prisionero. Cualquier intención de abandonar mi asiento para bajarme del camión me daba mucha pereza. Así pasaron varias horas y me resigné a esperar el momento en que se vaciara el camión. Empecé a mover las piernas como ya sabes… cuando algo me desespera y no las puedo dejar quietas. Curiosamente, intenté dormirme un rato y no pude. Fue hasta las once de la mañana que el camión empezó a despejarse, al menos ya no había gente parada, y luego, una señora gorda que estaba sentada a mi lado, se levantó para bajarse. Me levanté de mi asiento y cuidadosamente de no tocarla, caminé hasta la puerta del otro lado que estaba vacía. Sólo debía esperar la siguiente parada y ya.
Y sucedió la cosa más extraña: Al llegar a la siguiente parada, no había gente esperando el camión más que un mocoso moreno, con los pelos parados por la gel, una playera negra de “Iron Maiden” y él, en cuanto me miró por los vidrios de la puerta, me sonrió malignamente. Me percaté de que todas las personas me habían ignorado, excepto él. Es curioso como uno se da cuenta de esos detalles demasiado tarde. Sentí un poco de alivio, creí que las cosas estaban regresando a una normalidad, esperé a que las puertas se abrieran y cuando sonó un chirrido de plástico de las puertas abriéndose, el chamaco entró corriendo y me tocó el hombro. Otra vez me ganó el sueño y como un desmayo en cámara lenta, me puse de rodillas, escuché la risa infantil del niño y lo último que miré, fueron sus tenis viejos y sus agujetas grises. Diez minutos después, cuando desperté, ya me encontraba en mi asiento y el niño había desaparecido.
Esta situación se repetiría indefinidamente cada que buscaba una oportunidad para escapar. El niño de alguna manera estaba involucrado en esto. La misma situación se repitió varias veces, me encontraba en la puerta para salir y el niño entraba corriendo a tocarme el hombro, o la espalda, o el tobillo. Y en el tiempo que llevo subido a este camión, tal vez meses o años, no he tenido oportunidad de preguntarle quién es y porque estoy encarcelado aquí.
Dicen que el ser humano es, después de la cucaracha, la especie que se adapta más rápido a su ambiente. Y si no es cierto, acabo de descubrir el hilo negro. Mi situación no era normal y cuando descubrí la imposibilidad de abandonar el camión, me sentí extrañamente reconfortado. Algunos días después, descubrí que no sentía hambre, ni frío, ni ganas de ir al baño. Mi cuerpo fue el primero que abandonó esas necesidades… accidentes biológicos, pero mi espíritu no se ha relajado, ya ves que estoy escribiéndote esto por la necesidad de comunicarme contigo de nuevo. Te extraño, ¿no ves? Aunque me esta vetado contacto directo con algún otro ser humano, puedo dejarles mensajes y puedo manipular objetos cuando estos han sido abandonados. Cuando algún hombre olvida su periódico en el asiento, puedo tomarlo y leerlo. O el cuadernito de apuntes que tengo aquí, lo olvidó una niña con mochila rosa, que iba con su mamá a la escuela.
Una vez dejé una nota usando el cuadernito. Escribí: Ayúdenme, estoy atrapado en el camión. La dejé en el asiento vacío de un lado. Cuando el camión empezó a llenarse, se subió un hombre un tanto humilde, cuando vio la nota, la retiró del asiento, la hizo mierda con el puño y la aventó por una de las ventanas, después tomó asiento y se durmió. Repetí el experimento y daba resultados varios: una señora leyó la nota y miró para todas partes medio nerviosa y se bajó del camión, un chavo con una playera de la UNAM se rió al leerla y se la guardó en el pantalón, un hombre de traje se la llevó al conductor y mantuvieron una breve discusión que no pude escuchar, después se rieron y olvidaron la nota. Ya después aprendí a reirme de lo mismo: ¿Qué clase de persona dejaría una nota así? Después, empece a desarrollar mentalmente esta historia que estoy escribiendo, pero aún suponiendo que alguien se tomara la molestia de leerla, y además, que me creyera, ¿cómo podría alguien rescatarme de mi problema? Prefiero nada más decirte que te amo, que te extraño y si alguna vez salgo de esto, me gustaría intentarlo de nuevo, o al menos, platicar para perdonarnos mutuamente, y seguir cada uno con nuestras vidas.
Ya luego por fuerza de costumbre, empezaba a reconocer a las personas que subían y bajaban, escuchaba sus pláticas, husmeaba en los mensajes de sus celulares, mi cuerpo adquirió delicadeza para moverse en espacios reducidos, claro… si se atascaba mejor me quedaba sentado porque no había de otra: alguien terminaba sosteniéndose de mí cuando el frenón (como si solamente existiera para eso). Pero, en cambio, los momentos de poca gente me daban una extrañísima libertad para escuchar a otras personas, para mirarles mejor los rasgos de la cara, y debo admitir que fui medio perverso y que me asomé para ver mejor varios escotes, y que me tiré al piso un par de veces para mirar una falda. Me sentí medio patético las veces que lo hice, pero no tenía otra forma de descargarme, y aún cuando no tenía hambre o ganas de cagar, sentía un deseo horrible. Y ese deseo aumentaba mucho cuando pensaba en ti. ¿Es correcto escribirte en este cuento, que algunas veces me sacaba el miembro del pantalón y me masturbaba enfrente de señoras y señoritas, que no reconocían mi existencia? Si tenía orgasmos, pero no había semen con que empapar a nadie. Cuando se me acabó la vergüenza de imaginar que de repente aparecería el esperma en la cara de una mujer que se pondría histérica (o un hombre, también descubrí que pueden gustarme los hombres apuestos), me sentí triste porque… ni aún así me era permitido tocar a otro, manchar a otro. Mancharle como te manché a ti, en esas noches que desgarrábamos ropas o nos controlábamos absurdamente, como te manché para tener un hijo que se nos murió al nacer…
Vale, el lapiz y el cuaderno estan en sus últimas. No tengo más que decirte y si tuviera chance, sólo sería una repetición de mis días, un ciclo interminable del tipo que pasea en el camión, que cuando trata de bajar es tocado por un demonio y que cuando se siente muy solo se masturba frente a gente bonita. Quiero repetir que me perdones, que sepas cuánto te extraño y que, después de todo, creo que me he acostumbrado a esta vida. Aún cuando enloquezco y quiero golpear a alguien, el propio contacto me limita y me regresa a mi asiento. La única esperanza que tengo es que… alguna vez me acerqué al conductor, cuando ya no había gente y el camión estaba regresando a su base. Me acerqué a él y no pude mirarle el rostro, era como una mancha de piel, sin rasgos definidos. Él era un hombre sin rostro. Un poco ingenuo, con una sonrisa retorcida en mi cara, creyendo que tal vez él escucharía, le pregunté–: ¿Ya vamos a llegar señor?
–Uy, todavía no joven, todavía tenemos que dar varias vueltas más.
Asentí, me regresé a mi asiento en el camión y me quedé dormi…