Es increíble y un poco desolador como avanza el tiempo, pienso cuando me levanto, algo me duele, tal vez me recargué mucho sobre el hombro o tal vez es la pequeña arruga que me salió en la comisura de los ojos. El desayuno esta listo, desde aquí puedo oler los hotcakes que hizo Iliana, huele la mantequilla y cuando huele la mantequilla, promete ser una buena mañana. Unos quince minutos el sonido de la televisión, las noticias chilangas de las siete, hago una leve mueca, me acaricio la cara… me sigue doliendo el hombro, tal vez por eso siento que el panorama es más desolador de lo que realmente es. Es curioso como una molestia puede generar un drama, un día trágico. Además de mantequilla huele a humedad, me asomo por la ventana, seguramente llovió en la madrugada y aún el sol no se despierta, creo que también le duelen los hombros y no puede levantarse sobre las montañas, no puede hacer que las casas grises sean blancas. Después de un baño de cinco minutos y de sentarme al borde de la cama un momento, me acerco al ropero y elijo un traje negro, una corbata vino, una camisa blanca. Nada especial. Los días de mañanas húmedas me recuerdan las tardes que no quería ir a la escuela. Me acerco al espejo para revisarme el cabello, para mirarme la cara o para descubrir si el reflejo de mi hombro dolido tiene algo que reprocharme.

Y no existe nada en la esquina superior izquierda. Se me olvida el dolor y vuelvo a mirar. No existe ningún mundo, no existe ninguna realidad, en la esquina superior izquierda del espejo. Se me olvida la lluvia, se derrite el olor a mantequilla y me sonrió poco a poco. La esquina superior izquierda es mi hoja en blanco.

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Foto de Cimarrón.

Este cuento forma parte de los fotocuentos que escribí en este blog.

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