Si Fest tuviera que seguir escribiendo esta historia, para que tuviera un poco de sentido, habría que sentarnos junto a él mientras viaja en el camión y habría que escuchar la historia que le contó la señora que le invitó a sentarse. Fest se encontraba un poco sorprendido, ya que había sido una desconocida quien le había invitado y no era una desconocida que podría ser juzgada como atractiva o llamativa, sino una señora en sus cuarentas, con algunas arrugas y mechones de canas, envuelta en un chal por el frío, morena y con las manos maltratadas. Había en su mirada un halo de tristeza y de fácil distracción por cualquier cosa que pudiera romper la rutina. Tal vez por ello, cuando Fest se subió al camión, notó como la señora miraba intensamente a través de la ventana a los coches que trataban de pasarse encima uno de los otros en cuánto dieran la luz verde, como si fuese un juego de carreras. También observaba sin perder detalles a los vendedores de las esquinas, pasando con sus cigarros de a peso, sus chicles, sus dulcesitos y sus periódicos o tarjetas para celular. Parecía que quisiera formar una historia, o al menos un contexto congruente para estas personas. Sin embargo, y de mala gana, había caído a una historia que no era suya. Miró a Fest sentado a su lado y luego miró al lugar donde debía estar el lobo, Kromg, y no encontró nada. El niño, sin embargo, jugaba con el reflejo del vidrio.
–Si debo contarle esta historia joven… Debe prometerme que no la escuchará, porque no deseo que alguien la repita. Y usted aunque tiene pinta de discreto, presiento que expulsa sus secretos de otras maneras, porque nadie puede quedarse con secretos. Los secretos deben fluir, igual que los caminos. Si se da cuenta, el chofer de este camión esta sujeto a las rutas de otros conductores: si no deja de moverse, es porque otros se mueven a sus costados y frente a él. Si otros se mueven, es porque él, adelante de los demás, avanza cuando debe hacerlo. Si podemos llegar a nuestro destino, es porque él decidió detenerse para recogernos y así, estamos todos ligados al movimiento de los demás, joven. No es que piense que todos deberíamos avanzar juntos y al mismo paso, no es posible porque para hacerlo deberíamos vivir en una tierra lisa y sin imperfecciones. De la misma manera, el espíritu de todos los seres crece distinto porque se tropieza con piedras en el camino o se deja volar en el viento, como una cometa extraviada. Eso no quita que todos crecemos juntos, porque para no chocar, debemos ceder el paso y para continuar en el camino, debemos cuidar de no estorbar al de atrás o de recoger a alguien en nuestro camión. Si le cuento esta historia, guardémosla como un secreto y no la escuche, para que nunca la libere y permita que mi espíritu la deje atrás.
Fest se acarició el rostro francamente confundido. Recordó aquellos días donde era fácil escribir en su diario sin tener que distorsionar las cosas. En aquellos días podía hablar de cuántos cigarrillos fumaba al día sin preocupar a su madre, o podía hablar de las veces que sodomizaba a una muñeca sin preocuparse por el vendedor. Admiraba a su cacto, que podía comer niños, gatos y viejitos, sin que le preocupara caminar por la calle. Suspiró y cedió a los deseos de la señora, se cubrió las orejas, miró a la doña y asintió, invitándole a continuar.
–Tal vez debería empezar con mi nombre y mi nombre es Flora, porque a mi madre le gustaban las flores. ¿Seguro que no escucha nada?
Fest negó afirmativamente.
–Mi madre, cuando era pequeña, me llevaba de paseo a un jardín y me platicaba los nombres de las flores y de las plantas, el dólar me decía, los claveles me decía, los dientes de león me decía y las flores como tu Flora, porque vas a crecer mucho y serás muy bella a los ojos de los hombres, y querrán comprarte ramos de tu nombre y cuando hagan el amor contigo, confundirán los pétalos de las rosas con la entrada a tus entrañas, y Flora, cuando huelan tu cabello con esencia de jazmín y miren tu sonrisa de girasol, descubrirás la flor del amor en sus ojos y la flor del deseo creciendo entre sus piernas. Habrás de lamer su tallo y comerás sus semillas… Flora, mi Flora querida, eres amor Flora. Y míreme ahora joven, míreme una flor marchita, pero aquí estoy.
Fest asintió, aunque no escuchaba nada.
–Mi mamá murió días después pero sus palabras se me quedaron. Mi papá se casó con otra, pero él y las palabras de mi mamá no me dejaron sola. Luego nació mi medio hermano: Caifás, el loco. ¿Sabía usted que Caifás quiere decir loco? Creo que si. Crecí hermosa como una flor, mi madrastra me odiaba por mi belleza y su hijo me deseaba. Caifás, cuando cumplió catorce, me espiaba por la rendija de la puerta si me peinaba o me vestía. Caifás se tocaba en las noches con unos calzones sucios que me robó jugando. Le dije que no lo hiciera, porque era pecado, pero las palabras de mi mamá me hicieron sentirme halagada por saber que un hombre ya estaba pensando de esa forma por mí. Mi padre también estaba atento a mí, en cuanto a mis ropas y mi educación, de mi cariño y mis caprichos –la señora se ruborizó, sonrió de manera muy hermosa–. En ese entonces me sentí muy amada, excepto por mi mamá postiza, pero los postizos a uno rara vez lo quieren. Supongo que tenía razón en despreciarme, porque era mala. Aunque a Caifás le decía que era pecado, le dejaba sentarse junto a mí y olerme, o que me mirara los muslos, o que admirara mi cuello y pobre de Caifás cuando le decía que necesitaba su tallo y su savia, porque le desvestía, le acercaba mi boca llena de pecado y me alimentaba con sus semillas. Acaricia mi cabeza Caifás y dime que me quieres, le pedía. Sus ojos tan blancos como la leche amarga que emanaba de su sexo y las palabras de mi madre revoloteando como libélulas en mi vientre.
Fest, con las orejas tapadas, pensó que debía ser una historia muy emocionante la que contaba la señora. Una de piratas y mar abierto, seguramente–. Cuénteme más, por favor.
–Ahhh, tanto dolor Flora, porque Flora creció –dijo la señora–, y se enamoró. Me enamoré y se abrieron los botones de mi blusa a un joven taxista. Un conductor como ellos joven, no pasajero como nosotros. Me sentía orgullosa de ir a su lado, en el asiento del copiloto, mirando a través de la ventana como los otros estaban unidos a nosotros. Si él echaba andar, yo andaba a su lado y los otros coches con él, y si él frenaba, todos frenábamos. O eso me pareció ver, porque con el amor, uno mira en la persona amada la capacidad de hacerlo todo. Si él me amaba, yo le amaba a él. Me enamoré de él, tal vez porque yo era más joven o porque se le miraban bien las canas cuando sonreía. Fue a pedir mi mano frente a un hombre que tenía su misma edad. Mi padre estaba celoso, pero mi madre le acarició los rulos y le dijo al oído: Deja que se vaya Flora mi amor, deja que se vaya. Esa noche presencié a dos bestias jugándose el territorio de una manera civilizada. Deja que se vaya Flora mi amor, deja que se vaya… le dijo tantas veces la madrastra a mi padre, que él terminó por encogerse de hombros y por resignarse a que era una mujer. Pero Caifás, pobre Caifás, en cuánto se enteró que me iba, lloró tantos días y tantas noches que terminó por volverse loco. Pobre Caifás que empezó a despreciar mis calzoncitos y mis besos, y cuándo le pedía que me peinara no podía evitar jalarme un poco y mirarme adolorida. Entonces Caifás sonreía. De haber sabido porque sonreía, hubiera matado a mi hermano, sin dudarlo… igual que como lo amé. Pobre Caifás, que cuando escuchaba: Deja que se vaya Flora mi amor, deja que se vaya, se ponía las manos en el estómago y se mordía el labio superior hasta sangrarse. Lo último que recuerdo de él es a un Caifás arrodillado frente a Jesús, con los ojos rojos y con una seriedad como nunca le había visto. Me imaginé que Caifás sonreía loco, amargo, furioso por dentro.
–Ah, sígame contando de cuando encontró el oro en la isla, por favor. ¿No había un cacto, entre todos esos tesoros? ¿Un cacto llamado Bob?
–Mi vida con él fue una bendición, sólo porque no pude engendrar con sus semillas, pero todo fue bien. Nos bastábamos con estar juntos. Flora se enamoraba profundamente cada día, del departamenteo del que vivíamos, del polvo que traía en sus zapatos, del olor al aceite cuando algo se le descomponía, de las historias que le contaba de la gente que se detenía a hacerle parada, de los cuadros que compraba para adornar la casa y de los pequeños berrinches que hacía cuando no le dejaba mirar el futbol. Flora profundamente enamorada. No hay historia más aburrida, que el amor de Flora y los días que se arrastraban lentamente, junto con las nubes, las lluvias y los otros coches cuando él se metía a conducir. Años pasaron así y si hubieron problemas, honestamente no los recuerdo. Paz y tranquilidad. Hasta que Caifás creció y tocó un día a nuestra puerta. A él le había contado lo que había pasado con mi hermano, pero no le importó y lo recibió en su casa. Caifás le dijo que necesitaba quedarse unos días, antes de hacer su próximo día, porque Caifás se dedicaba mucho a viajar por todos los estados para cerrar negocios. Caifás sonreía como aquel día que sonrió en la iglesia. Él, mi amor, aunque no le importaba, no quería dejarlo en tablas, le dijo que le cobraría cada día que se quedara en la casa. Había veces que se quedaba unos dos o tres días, había veces que se quedaba una o dos semanas. Joven, no le miento cuando le digo que estos días, Caifás me miraba o las piernas, o los pechos, o el culo… pero no me tocaba, no se acercaba, simplemente me sonreía. Anotaba en una libreta negra cada uno de los días y el dinero que debía, me lo enseñaba y me decía: Lo pagaré todo, no te preocupes. Caifás nos escuchaba atentamente cuando hacíamos el amor, con la puerta cerrada, amor que podía ser donde le hacía como las perras o como las misioneras, y gritaba, para que él me escuchara, para que le doliera y se largara, para que no regresara y al día siguiente en el desayuno, como si nada… lo escondía todo en su sonrisa. Así pasaron muchos años.
–De haber tenido un mapa, todo hubiera sido más sencillo. Estoy seguro de ello –dijo Fest, con las cejas alzadas, como reprochándole a la señora. La señora le puso una mano en la mejilla y le sonrió, agradeciéndole. Fest siguió cubriéndose las orejas y ella, continuó narrando su historia.
–Un día mi marido se fue en su taxi y llegó Caifás, casi inmediatamente, diciéndome que ya lo había arreglado todo. Yo no entendía a Caifás, pero él continuaba sonriendo. Me enseñó la libreta negra, me habló de cuentas e intereses. Me dijo que le debía a su jefe tal cantidad por concepto de quedarse en casa de su familia y que su jefe lo había comprendido todo, que había que secuestrar al hijo de puta por no querer a su familia y hacerlo pagar el triple, más intereses, por todo el dinero que le cobrara. Tu marido se ha ido lejos, me dijo Caifás, y Flora se sintió desolada. Tiene que trabajar mucho si quiere regresar, me dijo Caifás, y Flora se sintió marchita. La verdad, me dijo después, es que lo hice todo por ti hermana… sentí el peso del pecado sobre mis hombros, me arrodillés frente a él y besé de nuevo su tallo, tragué de nuevo sus semillas y le pedí que por favor, por favor me lo regresara, que me lo regresara pronto. Caifás me dijo que bajarían las cuentas de poco en poco, que no me apresurara, que le continuara amando como aquella vez, como ahora. Flora se siente usada, asustada y maldita. Así han pasado los años de Flora, así es como Dios castiga los pecados del mundo, supongo. Así es como se cruzan nuestros caminos y todos avanzamos juntos, sin que necesariamente a nadie le importe cuánto tiempo pasara antes de que pague Flora y su marido.
La señora le quitó las manos de los oídos a Fest y le besó la frente.
–Gracias por escuchar mi confesión, cordero –le dijo ella–, aquí me bajo y espero encuentres pronto a tu amigo.
La señora se levantó de su asiento, Fest se sintió algo embelesado por ella, no sabía por qué. No le despegó la mirada cuando tocó el timbre, ni cuando bajó los escalones y tampoco, cuando el camión arrancó y la dejó atrás, muy atrás. Fest suspiró, se sentó junto al niño Torres y platicaron de piratas, del mar, de los tesoros escondidos. Ya más tarde, cuándo pensaron que era buen momento para bajarse, se preguntaron dónde se encontraba Kromg, el lobo.
–Si crees en mí, no seguirás pagando por tu pecado –le dijo Kromg a Flora, quien caminaba en la calle.
Flora se detuvo a mirarlo un instante, sus ojos muertos. La calle estaba vacía, hacía una brisa muy suave. Se fijó en los signos, definitivamente, debía ser una aparición.
–Mi marido seguramente esta muerto ya, desde hace mucho tiempo, y Dios no olvidará el pecado que sigo cometiendo. No voy a creer en falsos dioses ahora.
–Cree en mí –sonrió Kromg, el lobo. Se movió lentamente acercándose a la señora.
–No. Es mi pecado.
–Me parece bien –dijo Kromg–. Entonces no me dejas otra opción más que comerte.
–Si eres Satanás, hazlo. Mejor consumirme en el infierno de una vez.
El lobo nunca dejó de sonreír.
–No soy Satanás, soy algo mejor, mucho mejor. La fuerza de tu espíritu brotará de nuevo en mi cuerpo. ¿Aceptas que te coma?
–No lo sé…
–Demasiado tarde –dijo el lobo–, lo pensaste mucho.
Kromg se abalanzó sobre Flora y su hocico le arrancó directamente un pedazo de yugular. Después de que Flora dejó de convulsionarse en el piso, se acostó sobre ella, le lamió el cuello y la cara, y cuando le hubo prestado el suficiente respeto a su cuerpo inerte, tiró de su carne con el hocico y empezó a comérsela lentamente. Mientras lo hacía, su pelaje se volvía más espeso, sus dientes más grandes, su cola más larga y sus ojos brillaban más.
Kromg sonrió, debía alcanzar a sus amigos.