Está solo. En su vida ha tenido con quien jugar o con quien pasear. Ahora más que nunca extraña a su padre y sus paseos. Ahora los entiende. Se encierra en su coche, prende el motor y da vueltas por la ciudad. Mientras observa por el vidrio, sabe que la realidad está distorsionada, que nada es lo que parece por las manchitas o los moscos que se estrellan, se anonadan. Le dan la razón los espejos: “Los objetos pueden estar más cerca de lo que parecen”. Cuando llueve las gotas lentas se arrastran al vidrio como gatas deseosas. Algunas caen rápidamente, un inminente suicidio y aprobación a la fragmentación de sus moléculas. Todas sufrirán el mismo destino. Las luces de los coches y los faroles se distribuyen, se refractan, se dispersan. Los árboles de los parques son como borrones de pintura. Un cielo azul oscuro, porque pronto será de noche, toma control del escenario y llamará a natura a cerrar la fiesta. Los hombres, animales de costumbres, buscarán hembras en algún bar (él también lo ha hecho tantas veces cuando el sexo duele) o con los amigos, a recordar viejas batallas (pero ninguno de ellos escucharía lo que piensa). ¿Qué saben ellos de la inmensidad? Tal vez más de lo que desea admitir, tal vez todos le tienen el mismo miedo. Acelera un poco el coche, da una vuelta repentina y su vida es un espiral. Sabe que debería preocuparse, pero no hay prisa, porque sus ojos observan dolorosamente como las gotas se resbalan a toda velocidad de los vidrios y explotan en el aire, jugando unas con otras. Borrones dinámicos de árboles y edificios, de rejas y de gente esperando con el paraguas. Una chica se muere de frío y se empapa en la lluvia, una chica hermosa que sólo aparece un fragmento de segundo. El coche sigue girando. Está solo. Nunca tuvo con quien jugar.
Foto: Semidiós.
Este cuento forma parte de los fotocuentos que escribí en este blog.