Dijo el anciano, con algo de tristeza en la mirada, se bajó un poco el sombrero y las arrugas de bronce se escondieron entre las sombras. Yo me estaba fumando un cigarrillo, esperando no se qué, escuchando conversaciones ajenas. Tenía hambre, no había comido nada y en espera de que el anciano continuara su plática, me recargué en el muro. Estaba hablando solo, o tal vez conmigo. Suspiré, y cuando me animé a preguntarle de dónde venía, él cargó su morral al hombro y ya se iba. Me sentí un poco estúpido. Después saqué mi cartera, caminé unos pasos más a la pizzería y pedí una grande para que comiéramos mi hermano y yo.

Mi hermano estaba dormido en la casa. El día anterior nos desvelamos, acompañándonos, estrenando un juego de peleas. Nos dimos en la madre un par de horas, yo en lo que daban las 4.30 de la mañana (hora de mi llamado [filmación]) y él, en lo que daban las seis de la mañana para completar la guía de física junto con un amigo y vecino. A las cinco de la mañana, estaba haciendo llamadas para asegurarme que el abuelito y su nieta estuvieran en donde habíamos quedado, o bien, al menos en camino. Con la señora no hubo problemas, cuando me respondió ella ya estaba en Polanco. Sin embargo… el pinche abuelo no respondió el teléfono.

Junté las manos, recargué mi cabeza y suspiré. Me empecé a preocupar. Nada sabía que en el futuro, estaría mirando alejarse a un viejo de bronce y buscando en mi cartera dinero para comprar pizza. En ese momento pensaba: Muy bien, se quedó dormido. Muy bien, se quedó dormido para siempre. Muy bien, se quedó dormido para siempre y no tenemos reemplazo. Llamé de nuevo al viejo y me respondió adormilado–. Es cosa seria mijito, es trabajo, ya voy para allá, luego te platico porque me tardé –Esperé unos diez minutos y empecé a buscar el teléfono del asistente de dirección. A los cinco minutos entró una llamada a mi celular: Ricko preguntándome qué había pasado con el abuelito cubano y que el asistente me estaba buscando, que porque mi celular entraba a buzón. Ya esta en camino… deja le marco a Poncho, respondí, colgué el teléfono y marqué al abuelito cubano.

–Si mijito… ya estoy en camino, ya estoy montado en un taxi y ya estoy por llegar –dijo el abuelito. Por la voz, intuí que se había quedado dormido–. Soy profesional, no te preocupes mijito, cuando es trabajo soy cosa seria.

Suspiré de nuevo, me esperé otros cinco o diez minutos, y marqué al asistente de dirección. –Ya tengo al señor aquí. –Muy bien, ¿todo en orden, te hace falta algo? –No señor, todo bien. –Perfecto sale bye –me fui a mi habitación y dormí. De la computadora a mi cama, pensaba lo bonito que era este trabajo sin horarios, y cómo cientos de celulares se activaban en toda la República para cuestiones tan nimias como filmaciones, llamados, vestuario y demás, a las cinco de la mañana. Imaginé que formaba parte de toda esa red, e incluso, pensé que la compañía de celulares nos vigilaba, nos agradecía, y nos guardaba un espacio en su red a estas horas, para este tipo de urgencias. Me cubrí con las sabanas, como si viniera de un lugar muy lejano, y dormí.

Soñé con la exnovia de un amigo. Íbamos en el coche, camino a ningún lugar, cuando ella se desnudó y me enseñó sus piernas. Después se metió mi coso a la boca e hizo lo suyo. Parpadeé, cosa de un segundo, y ella se convirtió en un hombre joven y apuesto. Recuerdo haber suspirado en el sueño, consciente de la transformación tan culera. Permití que me la continuara mamando, al fin y al cabo, estaba guapo el hombre. Pensaba en la cantidad de escritores homosexuales, en la canción de cuna de Auden, pensé que con hombres tan bellos como aquel, tal vez todos nos permitiríamos esos accesos de lujuria. Agujero aunque se de caballero, hoyo aunque sea de pollo, y gallo viejo hace buen caldo. C’est la vie.

Desperté.

Mi hermano estaba dormido, moría de hambre, busqué algo en el refrigerador y poco sabía que saldría a comprar una pizza. Regresé a la habitación y le pregunté como le había ido en su examen, y medio dormido, me respondió que le había ido bien. Sonreí, revisé mi celular, nadie había llamado y pensé que hoy podría quedarme a terminar otros pendientes. Prendí la computadora, me bañé, revisé mi celular de nuevo. Tres mensajes y todos casuales. Unos minutos después, ya me encontraba caminando a la pizzería, pensando en las mocosas que jugaban fútbol en la cancha. Seis niñas, entre catorce y dieciséis años, pateándose el balón unas a otras. Frente a mí un jardinero cargaba sus herramientas en un morral de Linterna Verde.

En el camino, pensaba en el sueño que había tenido, y que había escrito poco en mi blog. Me preguntaba porque había escrito tan poco, y si había cambiado en algo mi método de escribir. No tiene importancia, me dije. Escribe lo que quieras en tu pinche blog, no tiene importancia. Me detuve un momento, un anciano susurró–. Provengo de un lugar muy lejano –lo miré un poco distraído y después prendí un cigarrillo. Me recargué en una de las columnas, queriendo escucharle más y cuando me animé a preguntarle, el hombre puso su morral al hombro y echó a andar, como si llevara sólo la mitad del viaje. O peor aún, el inicio. Sus chanclas alzaban el polvo, la correa de su sombrero se movía como un péndulo y su silueta, se alejaba cada vez más.

Pedí una pizza de carnes frías, y regresé a casa.