De un día para otro me cayeron tres proyectos. Bueno por el dinero. Malo por el tipo. En mi cabeza, esos proyectos están clasificados como “pesadillas”. Poco presupuesto. Muchos personajes. Contratos ambiguos. Lavadera de cocos. Etcétera. No son malos proyectos, pero cuestan más trabajo. No son interesantes. Para nada. Tampoco son del todo aburridos. Sólo significan dinero por estrés. Los proyectos realmente terribles y que no benefician a nadie, son los infomerciales. Esos en mi cabeza están clasificados como: “Infiernitos”. Los proyectos que me han parecido más interesantes (y mal pagados) son los videoclips.

No he podido escribir. Me falta el ejercicio de Metatextos. No he continuado el artículo que debo. No he avanzado en La Torre de los Sueños. No he leído mis libros. Entre el trabajo y los pendientes de casa. He dormido mal por todo eso. No me quejo, sólo reafirmo el rasgo más importante: mi neurosis. Aunque procuro ser más amable con las personas a mi alrededor, continúo siendo duro conmigo. Despierto con dolores de cabeza. El pecho cansado. Los cigarros se consumen. Cuando era más joven, pensaba que había un fin a todo eso. Años después, sólo pienso que se interpreta mejor. Consigo mis pequeños momentos de paz.

Sin embargo, las preocupaciones han tornado mi memoria errática. He descubierto que olvido fácilmente ciertas cosas. También estoy más distraído. Me cuesta trabajo recordar los nombres de los modelos. Se me dificulta darle seguimiento a los procesos. Eso puede indicar una ligera depresión. Puede indicar estrés. O bien, puede ser un tumor cerebral. O falta de vitaminas. Exceso de cigarrillos y azúcar. La mente puede estar indicando una enfermedad más compleja de lo que me gustaría, cof cof.

Hoy olvidé el cargador de mi laptop. Sabía que el día que me sucediera, me sentiría extraño. Así fue.

El día de hoy, después de las cuatro de la tarde, mi compañero de proyectos se fue a recoger su coche al corralón. Minutos más tarde, salieron mi jefe y uno de los directores de casting. Un e-mail y una llamada requirieron urgencia. Todo estaba bien, hasta que bajó la asistente que tomaba video al proyecto del director que se fue. Bajó llorando y con la voz quebrada, me dijo–. Agustín, ¿puedes echarme una mano? –Yo sólo pensaba en los pendientes que tenía en la cabeza.

–No lo sé –dije. Enumeré mis pendientes mientras ella lloraba. Pensaba en mi cabeza: “Está llorando”, pero sentía el estrés encima. Abrázale, pensé, de verdad debe ser duro si ella esta llorando en el trabajo. –Si quieres yo lo termino. Sólo faltan 15 personas. –Seguía pensando. Ella ya estaba dispuesta a no rogar por mi ayuda. No quería que lo hiciera. Sólo que en ese momento, no estaba consciente de sus sentimientos. –No. No. Yo lo hago. Explícame –Minutos después, me subí al foro a terminar la jornada. Los pendientes revoloteando en mi cabeza.

Más tarde le mandé un mensaje al celular. Pregunté lo que le pasó y era lo que temía: se había muerto uno de sus familiares. Tal vez uno cercano. Le pedí perdón e inevitablemente, me transporté a los últimos días de mi abuela. No fui a verla al hospital hasta el día que murió. No fui a verla porque tenía miedo de verla muriéndose. Temía precisamente lo que sucedió: que el día de mi visita fuera nuestro último día. Así pasa. Así pasa en la vida. Incluso pasó por mi cabeza darle esa cátedra antes de que se fuera, pero no lo hice. Evidentemente habría sido estúpido. Cuando murió mi abuela, me quedé varios días en casa, compartiendo con mi familia. Luego llorando. Luego durmiendo. Me hablaron una o dos veces del trabajo y dije la verdad–: No me siento bien, no voy a ir, no es momento.

El día se hizo más pesado por los recuerdos. Tuvieron que pasar varias horas para que admitiera esto.