Alguna vez alguien me dijo que “Andrés Calamaro era lo mejor del universo”. Esa persona, me escribió una lista de canciones que debía tener. Las anoté en un papel, con la promesa de buscarlas y escucharlas. El papel se perdió. Años después, encontré la discografía de Calamaro y recordando aquella promesa, bajé las canciones. Prometo escucharlas después. “Dejar de vivir”, es satisfactoria.

El señor de los camotes y su silbidillo, pasean por las calles de la Narvarte.

Una vez Ricardo salió disparado a callarlo y cuando se asomó por la puerta, el señor de los camotes volteó a saludarlo con una sonrisa mientras empujaba su carrito. Me agrada esa imagen. Cada vez que escucho el silbato y quiebra mi sistema nervioso, recuerdo esa anécdota y no evito una sonrisa. El contraste de mi rostro: la sonrisa retorcida por el dolor me hace pensar que estoy loco.

Una serie de personas por msn me dicen: “Hola, mi rey”. Hasta ahora caigo en cuenta que me puse el nickname de “El rey satán”. Me lo quedaré un rato.

Recibí un mensaje en la mañana: un maullido. Otra vieja relación. Todavía recuerdo su cuerpo delgado y chaparrito. Moreno. Al día siguiente que tuvimos sexo, comimos en algún Sanborn’s y hablamos de la memoria de la piel. No nos volvimos a ver después. Han pasado tantos años que la memoria de mi piel ya está vieja. Cuando me miro en el espejo, y la panza cae libremente, pienso que soy feliz porque como bien y luego pienso en ella. Cursi. No necesito más memorias en mi piel.

No. Al parecer no.