Lloró.
Es decir, hizo como si llorara, porque, naturalmente, las brujas no pueden derramar verdaderas lágrimas. De todos modos, arrugó el rostro como un limón reseco, se secó los ojos con el pañuelito y gimió:
—¡Oh, muchachito, joven perverso y cruel! ¿Por qué tienes que enojarme siempre de esta manera? Ya sabes que soy muy temperamental.
Sarcasmo la contempló con gesto de fastidio.
—Penoso —se limitó a decir—, realmente penoso.
—Michael Ende, “El ponche de los deseos”.
Después de varias deshoras y de un camino difícil, mañana es la junta final de mi proyecto. En el peor de los escenarios, después de las juntas pedirán que se haga casting sábado y domingo, para filmar lunes. Aún podría soportar que esto pasara. Lo tengo contemplado.
Hoy, amargado, pensé que los niños me empujaron nuevamente a mis límites. Como pasó en Duvalín. Aquel casting de Duvalín, mi primer proyectito donde trabajé yo solo, el director me dijo al final que el casting no le servía, no le gustaba, y que no lo aprobaba, aún cuando agencia y clientes estuvieran muy tranquilos con los niños. No pienses que hiciste un buen trabajo, me dijo el canadiense, porque no fue así.
En unas horas, prefiero no pensar lo que pasará. Sé que despertaré. O iré sin dormir, mientras organizo mi lista de teléfonos. Llevaré mis amuletos discretos de la buena suerte. Y luego recordaré, porque siempre pasa, mientras escucho los lineamientos de la junta, que ya nada es novedoso. Mi cuerpo tomará lugar. Levantará la mano, dirá su nombre y sonreirá cuando sea su turno. “Agustín Fest. Casting”. Abrirá una libreta, o su laptop, y anotará los nombres de todos los escuincles, hombres y monjas del mundo. En otra parte, su cabeza estará martillando la idea: “yaquepaseyaquepaseyaquepase”. En la vida, esa vida donde todos jugamos, y cuando somos brujas fingimos lágrimas, escucharé atentamente las órdenes de mi señor director, de mi señor agencia y mi señor cliente.
Agustín Fest, el otro, hará un buen trabajo. Siempre hace un buen trabajo. Quedar bien para no aburrirse, porque, ¿cuántos no estarán sentados mañana en esa mesa cuadrada y enorme, definitivamente aburridos de sus vidas? ¿Tan aburridos que reciclan ideas para vender un producto o enviar un mensaje? ¿Tan aburridos que miran los comerciales cuan cineastas postmodernistas, combinando narrativa-música-fotografía-luces-y-estilos para comunicar un mensaje? ¿Dos mensajes? ¿Un millón de mensajes? ¿Cuántos estarán conscientes que el cielo es azul en la misma tierra? ¿Que la tierra es tierra, dónde siempre haya tierra? ¿Que la contaminación y la sobrepoblación, nos guían al mismo destino funesto? ¿Y que todos los niños sonríen por las mismas cosas?
En la tarde del jueves, llegaron alrededor de cincuenta niños. Los primeros dos no supe como soportarlos. No tuve la paciencia para explicarles la acción. Me quedaba callado momentos largos, pensando: “No, te, muestres, visiblemente, emputado, ni, desesperado. Eso es lo primero Agustín”. El niño, o me miraba con sus grandes ojos esperando mis palabras, o daba volteretas, visiblemente distraído y harto. Pensaba después: “No, desperdicies, el, tiempo. Saca provecho a cada uno de ellos. Si no lo haces ahora, yaquepaseyaquepaseyaquepase, si no lo haces ahora… no encontrarás lo que buscas. No harás un buen trabajo. Encarrerate. Toma aire paseyaque, y hazlo”. Para entender a los niños, me hice niño.
Sarcasmo no entiende de niños, ni se comunica con ellos. Los niños tampoco entienden las expresiones faciales de los adultos. El niño puede reconocer la tristeza de un padre (sus ojos caídos, su boca floja, sus ojeras) porque conoce o intuye el contexto. El niño, sin embargo, no reconoce los sentimientos de los adultos. No les importan. Un niño puede mostrarse visiblemente interesado en lo que cuentas, o puede ignorarte y dar volteretas cuando guardas silencio, porque no entiende, ni desea comprender, tus sentimientos. Es parte de la crueldad infantil. Para tratarlos, implica regresar a la infancia, una regresión mental de unos cuantos años, buscar un rasgo común con el que sea posible identificarte y explotarlo.
No lo habría hecho tan… tan… complejo de no haber necesitado una gran actuación. ¿Por qué tomarse la molestia? Me preguntaba en varias ocasiones. Miraba al niño fijamente y el otro, Agustín Fest, pensaba en aquella playa donde iría a morirse ya cuando estuviera… extremadamente, sinceramente, y orgullosamente aburrido de vivir. Clasificaba a los niños conforme pasaban frente a la cámara, con dos sencillas palabras: “Lo sabe”, “Lo ignora”, “Lo intuye”, “Le teme”, “Le aterra”. Un proceso dual y simultáneo: “Debo identificarme con los niños y ¿con qué niño me identifico?”. Pensó en su niñez, cuando se desvelaba, y miraba programas de televisión porque no podía dormir. O escribía lentamente en la máquina de escribir.
Pensaba en los adultos, y en sus supuestas reacciones, cuando miraban un infomercial o algún programa de ciencia. “El adulto se sentirá culpable por no estar cuidando el planeta. Un planeta que me dejará a mí, niño. Al terminar, como el programa lo dijo, hará algo llamado consciencia y esa consciencia lo invitará a portarse mejor. Aunque sutilmente, se nota como el programa es un primer paso. Ver el programa es hacer consciencia. Ver el programa le hará sentirse mejor. Y olvidará, o juzgará innecesario, hacer algo después.”
Aquel niño aburrido, que buscaba su reflejo en otros niños, escribió lentamente en su máquina de escribir: “Somos unas brujas. Hacemos como que lloramos para ver si así Sarcasmo nos hace caso”.