La actuación en mi casting de ayer, requería que las viejecitas soltarán una carcajada después de escuchar un pedo. Las abuelas eran cómplices de la travesura del nieto en el comercial. Abuelitas traviesas y risueñas.

Una, entre todas las viejecitas que pasaron frente a la cámara, se rio… mucho, mucho tiempo. Se rio tanto, que las demás personas en el foro se rieron con ella y yo me descubrí también riendo, mientras mi mano movía levemente la cámara por los espasmos de risa. Cuando le dije–. Listo, muchas gracias –ella continuó la carcajada sin importarle.

Me contaron que salió llorando de la risa del foro.

Una hora, o tal vez hora y media después, ya con otras personas, e igual yo detrás de la cámara, sentí una tristeza incontenible.

Recuerdo que le pregunté a la persona frente a mi cual era su nombre y después me quedé callado durante un largo rato. No le pedí perfiles, no le pregunté datos, no le expliqué la rutina. Simplemente me quedé callado. Y la persona parada frente a mí, y las otras personas en el foro, me miraron extrañados. No podía decir palabra. Sentía que si lo hacía se me quebraría la voz.

–Ya va, ya va –pensaba. Qué silencio tan largo.

Sólo entendía que estaba triste, y que si mencionaba palabra alguna, sería una extensión de algún dolor nacido sabe donde. Racionalicé todavía. “Todo el día me he divertido mucho con la rutina. Debe ser eso. Debe ser que me he divertido demasiado. Debió ser la viejecita que carcajeó toda su alegría”.

Pero no había respuesta alguna que satisficiera la tristeza que yo sentía. Las personas todavía me miraban, esperando que yo continuara con la dirección del casting, y no podía abrir la boca, porque entonces escupiría un nuevo dolor. Sólo podía continuar racionalizándolo. No me había descubierto triste, repentinamente, desde hacía tiempo.

Todavía sigo pensando en ello. Aún no puedo dormir.