quiero escribir algo, aunque sea muy pequeño. Como, por ejemplo, que hoy me tocó uno de mis títulos allá arriba que son muy importantes. “Como si ya lo supiera”. Ese título me recuerda la muerte de mi abuela. Me recuerda, también, la muerte de la madre de Oscar en el tambor de hojalata. Mi abuela me recuerda a la madre de Oscar. Cada vez que leo ese episodio, la voz se quiebra, mis ojos humedecen, y recuerdo la última vez que la vi.
Ella sabía que iba a morir. Tal vez, o tal vez no, me estaba esperando antes de poder descansar, o eso deseo creer. Nadie sabe la verdad absoluta. Sólo reconoce la certeza de otros seres humanos y lo inexorable.
Fui muy afortunado de tener la oportunidad de hablar con ella antes de que muriera.
En el Tambor de Hojalata, también Oscar notó como su piel se hizo amarilla y menciona algo como: “Era una enfermedad, una decadencia, que pugnaba por salir”. No lo decía así, pero similar. (Es terrible que un literato no recuerde las líneas exactas de otro escritor, que logra decir lo que él no pudo decir). La idea. ¿Me entienden? Recuerdo su piel amarilla. La profunda impresión que me provocó.
Profunda impresión. No existen otras profundas impresiones en mi vida. Es complicado. Hay personas que reparten sus profundas impresiones de como una mosca se posó en sus dedos. Hablan, después, de la sensibilidad que provocaron las patitas cochinas del bicho y el asco provocado.
Luego estamos los otros.
Los que guardan frases apantallantes como “profunda impresión” para días como este. El dieciocho de septiembre, fue el aniversario de la muerte de mi abuela. Me acordé de ella. Me acuerdo de que las torres gemelas cayeron el once e inmediatamente pensé: “Demonios. No quiero que ella se entere. Podría morirse de un impacto”.
En septiembre, muchos hablan de México, del temblor, de las torres… pero septiembre se resume a una cosa para mí: Ese encuentro eterno con el Tambor de Hojalata, la madre de Oscar, la piel amarilla de mi abuela; como me enseñó a bailar y a preparar ensalada navideña; como lavó los trastes y lloró confesándome tantas culpas.
Se resume a lo que nunca nos dijimos, y las cosas por las que nos odiamos.
Mi abuela me enseñó como despreciar a una mujer, y como quererla, materia de todos los hombres. Mi abuela me enseñó los trucos del mundo natural, del mundo primitivo, lenguaje secreto y amoroso entre nieto y primer padre.
Fue la abuela quien enseñó cómo amar a este aburrido.