La trampa del tiempo es bien conocida por todos nosotros. Los tiempos infantiles son mucho más intensos, son los que definen nuestros momentos adultos. Entre más felices seamos de pequeños, más sabremos deglutir los momentos de felicidad. Entre más desgraciados, más sabremos disfrutar los arrugados minutos. Sin embargo, si eras uno de esos niños silenciosos que se escondía entre recreos para contemplar y escuchar, te convertirás en uno de esos adultos contemplativos que a todo mundo frustran.

En la tarde, mientras comía mi huarache y platicaba con los demás, la mirada me traicionaba y se desviaba a los rayos de sol entrando por la ventana. Los amarillos golpeaban agradablemente las ventanas de concreto y un pensamiento curioso pasaba como marquesina: ¿Sigues pensando como adolescente, en tu mortalidad, monín? -luces neón anunciando la película de mi vida.

Todavía era una adolescente hace algunos años. ¿Qué es un hombre de veintiséis años? ¿Un adulto joven? Sincero encogimiento de hombros. El tiempo deja de ser interesante, el tiempo sigue mutando a sus esclavos, en algunos años el tiempo será violento y tortuoso. El tiempo implacable que nos moldea y nos reafirma. Eso sí. Reafirmar es la palabra. No cambias, sólo te reafirmas. Buscas todas las oportunidades para dejar claras las materias primas que te hicieron, pues, lo que eres.

Recuerdo cuando era vital para mí, encontrar la respuesta al Aleph, lugar donde el tiempo presente, pasado y futuro se convierten en uno. Contemplaba ventanas, en búsquedas de señales que no reafirmaran, sino destruyeran la sustancia primigenia. Destrucción. Reconstrucción. Aquellas palabras eran importantes para mi. Ahora, no son un mero recurso para definir la inmadurez creativa. Separados los componentes, pienso, es justo hacer un buen pastel… y abandonar las galletitas maría con mermelada o nutella.

Pero es que son tan deliciosas.