…alguna vez caminaba sobre la calle, con su gabán y su cigarro retorcido, muriéndose de frío y se acercó a una mujer. El hombre, con un sólo cigarrillo que perder, y tal vez el gabán, se acercó a la mujer y le pidió que cantara una canción. Ella parecía una cantante, con su vestido entallado rojo, su cartera cara y el maquillaje corrido después de haber llorado mucho tiempo. Intrigado miraba la escena desde una banqueta, y se me antojaron los cigarrillos cuando vi que el hombre prendió el suyo y le pidió a la mujer, una vez más, que por favor cantara.
Estaba dispuesto a pedirle, junto con el hombre perdido, a la dama que cantara. O pedirle su último cigarrillo al hombre, como una putada que hacen los fumadores a los que no tienen para comprar cigarros y siempre los mendigan. Sin embargo, metí mis manos bajo el bolsillo y me hice una piedra con la banqueta. Hacía mucho que no miraba hombres perdidos, y mujeres de vestido rojo y entallado.
La mujer estalló en lágrimas, como si todavía guardara una tristeza, lo cual provocó que me hundiera más en mi asiento. El hombre perdido, de gabán y cigarrillo retorcido, tarareó una vieja canción y le pidió las manos a la mujer. Ella se las ofreció distraída, y juntos bailaron en la calle abandonada, donde un perro andariego y ciego caminaba como un borracho en las calles, y yo olvidaba las ganas de fumar por la escena tan curiosa que pasaba frente a mí. -Somos un circo espantoso -pensé divertido, cliché.
Somos un circo grotesco.