• No me desaparecí por casualidad. El fin de semana no tuve internet, y después de eso, me sumergí suavemente en el mundo del dolor. Ah… el mundo del dolor. Tan especial.

  • Generalmente, soy muy machito y no me duele nada. No miento cuando digo que el dolor puede pasar varios días antes de que lo note. Supongo que por eso los Salazar han muerto… pronto. No conocemos el dolor hasta que se vuelve una pequeña molestia, un trinchete que está picando. Y una vez que nos volvemos conscientes de ese trinchete que tal vez, estuvo picando muchos días atrás, entra el dolor del bueno.

  • Tengo que ir a un dentista, para que arregle un diente que ignoré durante mucho tiempo. Ahora que me duele –de verdad–, ya no lo ignoro. Ahí estás diente. Ahí estás, con toda tu poderosa fuerza para doblegar todas las ocupaciones corporales y espirituales. Mentalmente, no me encuentro bien. No puedo concentrarme mucho tiempo, hasta que el dolor amaina y me descubro regresando a una rutina pensante de las más normales (en mi, por supuesto), y luego el dolor sube de nuevo, como una gráfica y mi mente se convierte en una vorágine, donde las sensaciones se confunden con el dolor, los registros visuales se confunden con el dolor, y mi rostro se descompone.

  • Esta es una enseñanza para todos los niños del mundo. Sean constantes con sus lavados dentales, y sus visitas al dentista.

  • De los primeros achaques… Sí, llegas a los primeros achaques y termina –tajantemente– la adolescencia. Si mal no recuerdo, Wordsworth escribió de la inmortalidad juvenil. Te sientes inmortal de joven, sientes que no vas a morir, que no te va a pasar nada, y luego creces, te molesta un diente, te casas, tienes responsabilidades, tarjetas de crédito, deudas… y la muerte se ve lejana. Primero el cuerpo te cobrará los deseos que has tenido durante tu vida: ese pastelito, esa coquita, esa prostituta en la Merced…