La abuela tenía una mesa de cocina muy inusual. Era de piedra. Sí, ya saben “de piedra ha de ser la cama, de piedra la mesa de cocina” a huevo. La abuela decía que esa piedra estaba tan buena que le iba a servir de lápida cuando se muriera.
Si la mesa me hubiera intrigado lo suficiente, habría estudiado geología para saber con qué tipo de piedra está hecha, pero conformémonos con saber que es una piedra negra, de 120 x 70 y unos 12 centímetros de espesor. Está sostenida por un armazón de maderos muy gruesos e incluso tiene un anaquel en la parte inferior donde se guardan algunos trastos.
La abuela tenía sobre la mesa una olla de frijoles güeritos que siempre estaba llena, un molcajete y una licuadora Osterizer de 10 velocidades oxidándose, pues ella usaba más el molcajete. Abajo, además de los trastos había también bolsas y cucuruchos de papel que contenían hierbas para hacer tés, distintos tipos de chiles y otras especias.
Mi primera imagen de la mesa es de hace unos 25 años. Mi abuela afilaba en la piedra un cuchillo, lo dejó sobre la mesa, se dirigió al patio de atrás donde tenía sus plantas y los corrales y regresó con una gallina. La puso en la mesa, le habló bonito, rezó algo, la tomó del pescuezo, se lo torció y tres segundos después la cabeza de la gallina pendía de la mesa. Luego hizo lo que ya han leído en mil novelas costumbristas, el agua caliente, la desplumada, la gallina colgada escurriendo sangre sobre un plato de peltre.
Horas después, mientras la abuela lavaba la gallina mi tía lavaba la mesa de piedra con agua jabonosa, (evité decir con agua y jabón, porque a veces echan primero el jabón y luego el agua y ya se ha visto demasiado como esas generalidades rompen en pedazos el encanto del momento) regresaba la abuela, partía la gallina sobre la mesa y de ahí a la estufa para hacer un buen caldo. Respecto a ese tema, no me imagino a nadie cogiendo en esa mesa, era demasiado bajita y demasiado fría para poner las nalgas encima. Bueno, quien sabe, en una noche calurosa igual hacía el paro.
Volviendo al tema, yo jamás comí absolutamente nada de un animal que haya sido criado en mi casa, y es que la casa de la abuela fue mi casa hasta los siete años. Cuando nos fuimos, dejó de matar gallinas. Ya en nuestra casa, mi mamá criaba gallinas pero no las mataba en una mesa de piedra, lo hacía en los lavaderos. En el 89 una plaga mató todas las gallinas. Llegó entonces Patotas, un gallo dorado precioso que se convirtió en mi mascota, jugábamos juntos y así. Cuando murió Patotas no volvimos a saber de plumíferos hasta que murió el abuelo. Ese día a mi tío le habían regalado un pollito, llegó temprano a la casa y cuando vio al abuelo tendido, aventó el portafolios donde venía el pollito. Ahí se quedó pues nadie más que mi tío, sabía de él. Se acordó hasta muy entrada la noche.
Goyo, que así se llamó el pollo, creció en la casa. La abuela lo cuidó con toda la dedicación que ya no podía darle al abuelo. Se comportaba como un perro, le decías ¡salte! Y se salía, le gritábamos ¡Goyo, ven a comer! Y llegaba a la carrera desde el patio de atrás. Cada uno en su interior veía a Goyo como una extensión de la vida del abuelo. Un domingo llegamos todos a desayunar. La abuela nos sirvió caldo de pollo. Me levanté a cortar limones y encontré la mesa de piedra recién lavada. Me asomé por la puerta de la cocina y le grité al pollo. Tan solo oí la carcajada de la abuela.
Suena híper cursi pero en fin: nietos y tío desbordaron los platos de caldo de pollo con lágrimas. Lo cierto es que ninguno de nosotros se atrevería a comerse al abuelo. Lo que quedó en la cacerola fue a dar con la vecina.
La abuela también murió. Hubo una ocasión en que recordamos lo que decía de su mesa de piedra, pensamos realmente en convertirla en su lápida pero entre cuatro, no pudieron moverla. La mesa de piedra se limpia ahora con Brasso antigrasa y un paño. Sobre de ella hay un microondas y otra licuadora Osterizer, pero de 3 velocidades. Los maderos siguen aguantando.