Jimena está obsesionada con entender la poesía de la vida diaria. Leyendo a Esquilo (vía Harry Potter, gracias Rowling!) reafirma su creencia de que solo en la disonancia, en lo que es diferente, en las afueras, está la poesía verdadera. Y no le gusta esa comprobación, aunque sabe que carece de herramientas para encontrar la poesía en su vida diaria, esa que a ella le parece tan hermosa. Ella entiende que no es “tan así”, que la vida diaria está llena de orquídeas y tulipanes, queso camembert con zarzamoras y aromas de malva y hojas de jacaranda mojadas por la lluvia. Pero cualquiera que seamos lectores mínimos (no los eruditos, no los expertos) estamos frustrados por solo poder ver la poesía en la épica: el amor desconsoladamente imposible, la tragedia sobrecogedora, la comedia de La Historia de la Humanidad.
El ojo entrenado, el del escribidor consuetudinario, permanente, solía percibir la poesía y vaciarla de inmediato, conforme la sentía, en obras de cuaderno o de caballete. Pero es ahora, como nunca, que todos podemos ser ese “capturador” permanente de la poesía del momento, no solo los creadores. Mejor aún: podemos compartir de inmediato esa captura. Con mayor o menor éxito, con distintos grados de gracia, con diferentes capacidades de logro, todos subimos una foto a la red, compartimos una puntada en un twitt o un trozo de música, o una idea en tu blog (tan “demodé” ya, con apenas 8 años) o un poco de todo eso y más en facebook. Consumir esos productos durante ya 15 años me ha hecho disminuir mi otro consumo, el que le hacía a los clásicos. Cuando compartí la pubidez de Carlos Fuentes en Las Buenas Conciencias, la paranoia de Melville en Moby Dick, el drama existencial de Julien Sorel en Rojo y Negro. Me ha hecho más hábil para percibir la poesía momentánea que nos abruma y menos disciplinado para disfrutar las dosis clásicas.
Hace 15 años conecté un módem de 9,200 bps por puerto serial a mi 386 “armada” (caja blanca, casi casi pirata) y lo enchufé a la línea telefónica para conectarme a Compuserve. Estaba nervioso y no sabía porqué, Había usado redes y algún rudimentario mecanismo de chat en el laboratorio de la universidad y en mi trabajo, pero era como comparar la alberca de un Holiday Inn de ciudad no-playa con el Océano Atlántico. Y yo lo intuía. Desde ese día, en el que nadie entendía a mi alrededor mi emoción, han pasado más de 15 años. Desde ese momento poético en el que por primera vez pisas el mar y ya nunca más quieres dejar de estar en él. De ese momento quise hacer este post al que me han invitado con enorme generosidad mi buen amigo (de hace como 13 años) Agustín Fest, quien entiende como nadie lo que esto representa.