Martín Bonilla entró a la cocina donde su mujer terminaba de colar el café. Le dio los buenos días y se sentó sin decir nada más. Sólo el chisporrotear de las brazas rompía el silencio. La mujer le sirvió un gran tazón de la hirviente infusión y seguidamente sirvió en un plato dos arepas recién asadas, caraotas refritas, un par de huevos fritos y queso rallado. Martín tomó de la mesa la tapara, le quitó el tapón hecho de tuza de maíz y echó sobre la comida una gran cantidad de picante. Su mujer salió de la cocina y las únicas palabras que le dirigió las dijo cuando ya estaba fuera: – Bonilla, ahí le quedan otra’ dos arepas pol si las va’queré. Sus pasos se escucharon alejándose ya en el solar de la pequeña casa de palma y barro.

Martín terminó de comer y se regaló otra taza de café. Siempre le había gustado como su mujer lo preparaba. Aún cuando jamás se lo hubiera dicho, no había nadie en el mundo que disfrutara más del café de Jacinta. Al terminar cogió su pelo e’guama y se dirigió hacia el palo de mamones, donde le esperaba Tintero.

Cuando el caballo vio a su amo, un relincho de alegría se dejó oír en todo el patio. Martín Bonilla sonrió mientras caminaba hacia el noble animal. Cogió la silla y los aperos y preparó a Tintero. Unos pocos minutos después hombre y bestia se alejaban en la inmensidad de aquel llano donde el sol apenas se empezaba a vislumbrar en el naciente.

La mujer del llanero se metió a la vivienda luego de que la figura de su esposo hubo desaparecido en la distancia. Puso la vieja olla nuevamente en las brazas y esperó a que el café se calentara nuevamente. Se sirvió una taza y empezó a beber el negro líquido a pequeños sorbos. Sus manos empezaron a temblar imperceptiblemente y sin que se percatara su respiración se aceleraba mientras los minutos pasaban. Los cascos de un caballo se escucharon fuera. Esta vez el temblor en las manos era visible, una gota de sudor empezó a bajar desde su sien, desviándose hacia su mejilla y luego quedándose suspendida en la punta de la barbilla. Apuró el último trago de café y cerró los ojos.

La mano que tanto deseaba tocó su hombro, era una mano grande, recia, dura. Era la mano del hombre que esperaba todas las mañanas, era la mano de aquel a quien amaba más que a su propia vida, era la mano que empezaba ya a acariciar su cuello y que la hacía sentir lo que nadie más podía. Era la mano de Arcadio Bonilla, el hermano de Martín, su cuñado. A quien amaba todos los días cuando su marido se iba y a quien se entregaba sin que las consecuencias importaran.

Lejos de Jacinta y Arcadio, el jinete observaba el llano, la inmensidad y los horizontes infinitos donde alguna palma real rompía la monotonía del paisaje aquí y allá. Sentíase feliz Martín, feliz de lo que era, de la mujer que estaba en la casa, de su querido Tintero y de esa tierra de la que formaba parte desde el día que sus ojos vieran por primera vez la luz del sol.

La mujer de Martín nuevamente se hizo fija en su cabeza. Sin saber como o porqué, sentía la necesidad de regresar al rancho y de decirle lo mucho que le gustaba el café que le preparaba todas las mañana, pero sobre todo, sobre todo tenía ganas de decirle lo mucho que la quería. Haló las riendas hacia un lado y Tintorero dio la vuelta tomando el camino de regreso a la casa. Martín volvió a sonreír, estaba contento, era un hombre feliz y quería que su mujer lo supiera. Pensaba en lo mucho que había logrado, en las tierras que ahora le pertenecían y en la vida que se le hacía cada vez más llevadera. Pensaba también en que ya era hora de tener hijos, si, quería por lo menos tres. Dos varones, que serían sus manos en el campo y una niña, una niña que fuera tan hermosa como Jacinta. Aunque nadie podía ser más hermosa que Jacinta. De pronto se le ocurrió la idea de que debía comprar por lo menos tres yeguas, ya Tintero merecía también tener su propia familia. Ese último pensamiento le hizo reír para sus adentros por la picardía. Así iba Martín de regreso a su casa. Ya podía verla a lo lejos, mientras más se acercaba más feliz se sentía.

Cuando Martín vio el caballo de su hermano no pudo menos que acrecentar su felicidad. Arcadio, su hermano menor siempre había sido su mejor amigo y su más inequívoco aliado. Ese que siempre estaba cuando le necesitaba y que le apoyó en las buenas y en las no tan buenas.

Mientras amarraba a Tintero a la horqueta bajo el mamón, pensaba Martín: Aprovechando que Arcadio está en la casa, voy a decile que se venga pa’que me ayude con la finca. Esto ta’ creciendo mucho y si naiden nos envaina, en unos poquitos jaños voy a podé regalale un piacito e’ tierra al muchacho.

Volvió Martín a sonreír pensando en todo lo que la vida le deparaba y así con esos pensamientos entro al rancho, donde los amantes no lo habían notado.

Ernesto Chapon, desarrollador de sistemas y páginas web, un número más dentro de las estadísticas del desempleo mundial, jugador de dominó empedernido, bebedor de cervezas consuetudinario, admirador incondicional del bello sexo y amante eterno de todo aquello que huela a papel y tinta. Autor del blog “Yo, Ernesto” desde hace ya tres años, aunque últimamente le tiene abandonado.