Maru vive en una unidad habitacional de esas en donde tu dirección comienza con una calle y se sigue hasta manzana y lote. De hecho, decir ‘unidad habitacional’ ya es decir demasiado. Maru y sus amigas están a punto de terminar la preparatoria; cosa que no necesariamente desean las tres. A Maru, por ejemplo, le espanta que cuando Don Cruz, su papá, se emborracha, habla idéntico que Josué, su novio. Ella desearía que Josué y su papá no se parecieran tanto en tantas cosas. Cuando era chica, Don Cruz le prometió una cocinita rosa que habían visto en el Aurrerá cercano a la Unidad. Iba a ser día del Niño y enlas tiendas ponen juguetes en los pasillos principales para que los niños se acerquen y lloriqueen hasta hartar a sus padres y convencerlos de que necesitan el juguete expuesto. Desde pequeña, Maru sólo miraba; dejó de llorar demasiado pronto. Por eso, cuando su papá le prometió aquella cocinita que tanto deseaba, tuvo dos semanas que todavía ahora recuerda vívidamente. Por supuesto, su papá jamás le compró aquella cocinita. Su papá jamás cumplía nada. Como Josué.

Gisela le ayuda a su mamá en el puesto de jugos que tiene en el mercado de la colonia. Es buena con las matemáticas y habría entrado a quinto de preparatoria, pero la necesidad pudo más que ella y su mamá juntas. Trabajar no le molesta, aunque preferiría ir a la escuela; lo que realmente la incomoda son las miradas con las que el resto de mercado recorren su cuerpo. Ha aprendido a leer esas miradas y desearía que alguna de ellas fuera de amor. Pero no. No hay amor en ninguna mirada, ni siquiera hay deseo o lujuria. Sólo hay una fuerza violenta que desea romperla y destruirla. Por las tardes, cuando el puesto de jugos tiene que mutar a una incipiente mercería, sueña con terminar la preparatoria y casarse con un profesor. El profesor siempre tiene la cara de un vendedor que viene a surtir la tienda de abarrotes que está al lado de la juguería y que pasa todos los martes y los jueves. Su deseo más grande es tener una mirada suya. Y si fuera de amor, el mundo podría acabarse en ese momento.

Danaé va a la central camionera los domingos, junto con Maru y Gisela, a pasar el tiempo. Quesque a ligar. Los centros comerciales las aturden; se podría decir que las repelen. Así que prefieren ir a ver a la gente subirse a los camiones. Ninguna de las tres ha viajado demasiado. Y ese es justo el deseo de Danaé. Viajar. Mientras sus otras dos amigas le echan el ojo a los muchachos que pasan, ella ve sus maletas y fantasea con lugares que no conoce y que no sabe si un día conocerá. Desea, más que cualquier otra cosa, salir de la ciudad.

Gisela, Maru y Danaé son grandes amigas y se hacen llamar “las Perras”. El apodo se lo pusieron ellas en primero de secundaria, que fue cuando se conocieron. No es que lo sean, nunca lo han sido y probablemente jamás lo serán. Fue una broma interna, de esas que se piensan una tarde aburrida de octubre y que se quedan para toda la vida.

Son “las Perras”. Y, por encima de cualquier otra cosa, desean. Desean fervorosamente. La vida no les da para mucho más.

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Salvador Leal escribe un blog desde 2003, el mismo año que terminó la carrera de Economía. Escribe a la menor provocación y aunque se considera bastante reservado, se ganó la vida un tiempo como locutor de radio. Desde entonces, los medios de comunicación se han vuelto su hobbie más costoso. Está felizmente casado y es orgullosamente chilango.