Alguna vez, hace muchos años, me contaron la anécdota de una orangutana. Era de verdad, la orangutana, no es un término derogativo para referirme a una mujer. Hay algunos que llaman rinocerontas a las mujeres. Yo no puedo, ni tampoco puedo llamarles orangutana, aún cuando guardo los términos en la cabeza. Algunas personas, algunas veces, han de pensar peores cosas de mí y se las han de guardar. Decía… recordaba la anécdota de una oranguntana que trabajaba en un bar de Milwaukee. Tal vez no era Milwaukee, pero quisiera enriquecer la anécdota y que no sólo quedara en la simpleza de mi memoria. La vestían de prostituta, le enseñaron a maquillarse los labios, y la enseñaron a beber y fumar, para divertir a los clientes. No me sé el nombre de la orangutana, pero creo que Kelly no es un mal nombre. Kelly pedía sus bebidas al cantinero, pedía fuego a los clientes para el cigarrito (jijiji, jajaja), y durante incontables noches –a cambio de maní–, escuchaba a los borrachos y sus anécdotas tristes, pasadas de moda. Anécdotas que envejecían como se consumen las cenizas de un cigarrillo. Y lo más triste es que ella no entendía nada; lo único que sabía es que esos cabrones, por estar hable y hable, y ella estar ahí, le iban a regalar un cigarro, el fuego o el whisky. Unos años después, un activista por los derechos de los animales, se enteró de la existencia de Kelly. Envalentonado, decidió entrar al establecimiento junto con un grupo de amigos, tomaron a Kelly de la mano y se la llevaron a un refugio. El refugio era un buen lugar; rescataban a animales del maltrato y el abuso, pero creo que jamás imaginaron la historia de Kelly. Cuando la orangutana les contó, a través de sus ojos nublados y sus gestos espesos, cuántos borrachos había escuchado, cuantas cervezas se había tomado y cuántos cigarros se había fumado, y todo sólo por un puñado de maní, las personas no lo podían creer. Ya en el refugio, Kelly se la pasaba temblando y se enfurecía constantemente por la necesidad de tener la nicotina o el alcohol. Maltrataba a otros animales, a sus cuidadores, y luego se sentaba en silencio durante largas horas, mientras sus manos y sus hombros se movían inquietos, mirando a una pared, tratando –creo– de reorganizar su vida.

Así me siento cuando salgo a comprar mi coca y mis cigarros.