En el piso de piedra están las plumas de los restos de una almohada y unas pantaletas de encaje color durazno. En la cama yacen una mujer rubia y algo regordeta y lo que parece su compañero tapado con un edredón. Ella suspira con una sonrisa pícara en el rostro dormido. Sueña.
En el sueño vive en el hogar de sus padres. El castillo está rodeado de jardines y alguien es el encargado de su cuidado. Ella juega en el pequeño lago y corta flores. Las rosas son sus favoritas. Espinarse le da el pretexto perfecto para hablarle: ―Señor jardinero, me acabo de espinar, mire, me sangra el dedo, me duele―. Él, caballeroso, siempre respondía con un beso en la herida y una mirada cuyo resultado era la humedad en las pantaletas de la chica.
El jardinero sólo se atrevía hasta ese beso. Ella tampoco sabía cómo llegar a más sin perder el honor del que tanto hablaba la reina. Pasó el tiempo, como dice en los cuentos, y la chica no lo fue más. Una tarde bajó al jardín decidida. Cortó un ramo de rosas y lo abrazó. Las espinas se encajaron en sus brazos y en su pecho. Presta, buscó al jardinero. ―Querido amigo ¿has visto? Me lastimé aquí y aquí, me duele―. Él, como siempre, le besó el dedo y luego subió la mirada. Los ojos de ella invitaban a seguir. Los labios besaron el antebrazo, la lengua siguió hasta llegar a la siguiente herida. Un beso en la clavícula y otro suave, apenas esbozado, en el seno derecho. Las manos de ella aferraron el jubón. Él siguió. La mano rozó entonces el seno izquierdo, lo apretó un poco, lo justo para sentirlo bajo el terciopelo. Los labios buscaron la otra boca. Besos de cerveza y licores finos. Las manos recorriendo la espalda del otro entre caricias ella, buscando el cordel que ataba el vestido él.
Por fin, cae la ropa. El terciopelo es ahora la alfombra bajo la que ella siente el peso del hombre, el encuentro de los centros al ritmo de la respiración. Jadeos y caricias en el pecho, la espalda, besos en los senos y las manos que bajan hacia las nalgas. Más rápido, los jadeos son menos, sólo se escucha la respiración entrecortada y el ruido de la piel que roza húmeda de sudor, deseo y un poco de miedo, del susto de ser descubiertos. El ritmo disminuye mientras ella arquea el cuerpo y siente cómo su cuerpo se parte en dos al estallido de él. Su mano atrapa el pelo, gime, lo besa en la barbilla, el cuello, la boca. Gime de nuevo y entonces sucumbe al estremecimiento que hace que todo tenga sentido.
Despierta, ve su ropa en el piso, él tendido a su lado. Los calzones parecen burlarse del poco control de la princesa. El edredón se mueve un poco mientras la garra de una tortuga dragón, que una vez tuviera de oficio el cuidado del jardín, la abraza.