Tumba Perras, es un cuento que estuve escribiendo estas dos semanas. Es un primero intento de cuento policial, pensando un poco en todas aquellas cosas que hacen el cine noir algo tan fascinante. Quise que mi personaje fuera algo poco usual para un detective: un hombre gordo, viejo, cobarde y qué piensa demasiado. Y su contraparte, Uribe… el hombre capaz de jalar el gatillo. No creo hacer más cuentos de Adán Almazán y quise explotar lo mejor que pude las características del personaje en este cuentote. Espero, con todas sus fallas y como primer intento, lo disfruten.
Un periódico con manchas de café yacía en el escritorio de una oficina, en las calles del centro. A su lado había diversas facturas arrugadas… probablemente el dueño las había tomado y observado varias veces, sin poder hacer algo satisfactorio para desaparecerlas.
La oficina era pequeña, un cuarto de 3×2, cuyas paredes estaban cubiertas por varios archiveros y un sólo librero. Había una mesita plegable de madera que sostenía una cafetera, la cual seguía reciclando café. La única ventana del edificio daba al norte, y las nubes contaminadas cubrían un sol reacio a iluminar la ciudad. De vez en cuando, este sol iluminaba las manchas de café y actuaba sobre el papel viejo en la oficina y las cenizas de quien sabe cuántos cigarrillos en el cenicero, que no tenía de otra más que desplegar su particular aroma y unirse a los otros olores: papel viejo, sol sobre el cuero, madera gastada. Había un corcho en la pared que daba al este, donde un par de titulares soportaban cansados los viejos logros del dueño de la oficina: “Adán Almazán descubre el enigma de los 151 millones de pesos”, “Adán Almazán atrapa y entrega al asesino de Cholula”, “Adán Almazán y los secretos del fraude de Yuxtacorp”, y una más reciente y más pequeña que las anteriores, que decía: “Roberto Araujo estrecha la mano de Adán Almazán”. En esos recortes habían fotos de Adán Almazán, un hombre gordo, de unos treinta años de edad, con su sombrero azul de fieltro y su traje gris, sus tirantes, su sonrisa amable, su rostro bien afeitado.
—Espera nena, dame otra oportunidad. Soy un buen hombre —dijo una voz. Era un hombre que se parecía a Adán Almazán y caminaba por toda la oficina, en pasos ligeros y tranquilos. Eran veinte años después al hombre del periódico, con una barba mal recortada y los poros abiertos de una piel vieja y descuidada. Usaba lentes cuadrados y pequeños. El hombre estaba igual de gordo, y uno solía pensar que las fotos lo hacían más alto. Su voz era gruesa y agradable—. Soy un buen hombre y haré lo posible porque sigamos juntos… ¿Alma? ¿Estás ahí, Alma?
Adán dejó el celular tranquilamente sobre el escritorio, caminó a su silla de madera y se dejó caer en ella. Rechinó un poco, algo a lo que Adán ya estaba acostumbrado. Repasó sus facturas y silbó al hacer las cuentas de sus deudas, luego leyó el titular del periódico: “El ahogador ataca de nuevo”. La nota, en resumen, decía lo mismo que las tres anteriores: La policía sigue buscando pistas, se ofrece una recompensa, jovencita universitaria de diecinueve años asesinada en su hogar mientras los padres salieron a trabajar. El modo era el mismo: Después de golpear y violar a las mujeres, las drogaba con un tranquilizante, las acostaba en una bañera o las ataba contra el lavabo y luego dejaba correr el agua para ahogarlas. El asesino era, obviamente, muy cuidadoso y demasiado eficiente para el sistema criminológico del país. Si Adán diera su opinión acerca del tema, él diría—. Muchachos, quién sabe si lo vamos a agarrar. Necesitamos ayuda de los gringos. Y de los que salen en la tele, de preferencia.
Adán prendió un cigarro. Terminó de leer la nota el periódico, sonó el celular y cuando respondió, escuchó una voz familiar. Era el Comandante Uribe.
—Tenemos otra muerta. Necesitamos tu ayuda, Adán.
—Escúcheme patrón, hace mucho que no trabajo en resolver crímenes… soy un docente, ahora me dedico a enseñar. No hago otra cosa.
—No mames Adán, no me hagas rogarte. Todavía tienes tu oficina y sé que aún haces trabajos.
—Son trabajos pequeños. Sólo hago infidelidades, sigo gente y tomo fotos. Es todo lo que debo hacer. Ya no chambeo cosas grandes…
—Así es, puras mamadas… supéralo Adán. Necesito que me ayudes. Mandaré alguien por ti.
Adán dejó el celular sobre el escritorio. Era la segunda vez que le colgaban el teléfono. La primera no le importaba tanto como la segunda. Después de todo, en veinte años Adán había tenido muchas novias, jóvenes, que llegaban a él, tal vez porque primero lo asociaban con un padre, después con un abuelo.
Asesinaron a su esposa veinte años atrás, hizo su año de duelo y quiso seguir. Alma sólo era un ejemplo del consuelo que recibía. Tal vez una autoridad divina, decidió que era justo llenarlo de vírgenes (y no tan vírgenes), después de su época dorada, de los recortes del periódico, del subsecuente asesinato de su esposa en venganza. Ahora sólo quedaba un hombre gordo, viejo, que ocasionalmente salía a desayunar con el Comandante Uribe y cuando estaba de buen humor, le ofrecía pistas para resolver casos. Sin embargo, esta vez Uribe lo había mandado a llamar. Estaba cruzando la línea muy personal de Almazán porque estaba desesperado.
Abrió uno de los cajones de su escritorio. Miró la escopeta recortada italiana que le había regalado uno de sus clientes en agradecimiento. Ese era el trofeo de uno de sus grandes casos. Por nostalgia, los lunes la sacaba y la desarmaba. La limpiaba, la aceitaba, y volvía a armarla. Curiosamente, jamás había usado un arma en su vida. Para eso estaba Uribe, o en otros tiempos, Tejano y López. Adán sólo escupía pensamientos y procuraba hacerlo a toda velocidad. Pensamientos que solían ser acertados.
Ni tiempo le dio de pensar como negarse. Escuchó el sonido de una patrulla afuera de su oficina.
—Estaba linda la chamaquita, ¿no crees? —preguntó Uribe. Almazán miró el cuerpo de la joven. Tenía los ojos y la boca abiertos, aterrorizados. Su último mensaje lúgubre, pensó Almazán. La mujer tenía la nariz chata, el cabello lacio, largo y oscuro, el color de su piel estaba gris, resultado de su muerte.
—Se llamaba Cristina. Las víctimas fueron violadas, en el reporte encontrarás los detalles de eso. Sus músculos en brazos y piernas están como los de una res en el matadero, debe ser un hombre robusto y fuerte, para soportar la pelea que podría hacer una jovencita de esta edad. Una de ellas tenía una mordaza en la boca. En las manos todavía puedes ver las marcas de las cuerdas y, curioso, sólo las manos tienen rastros de semen. El cerdo este las obligaba a terminarlo de esa forma —dijo Uribe—. Así como esta chamaquita tengo otras tres que son parecidas. Podrían ser hermanas. Todas con su nariz chata, sus ojos grandes y el cabello.
—Es muy raro Uribe —dijo Almazán—. Algo me suena raro.
Uribe prestó atención.
—El Ahogador las tenía contra el lavabo ¿y luego estas lo masturbaban hasta que tuviera el orgasmo? ¿Al acabar él, no podían ellas hacer algo para escaparse? Es… raro. Hay detalles que nos faltan en sus métodos.
—¿Sí? ¿Cómo llenarías estos huecos?
—Sabemos que las droga, luego me pasas el informe del forense para saber más de la droga que usa. Sabemos que les amarra las manos, las lleva al lavabo o a la tina, ¿y ellas simplemente lo masturban hasta que él termine? ¿Después de violadas tienen la voluntad? ¿Qué pasa con ese breve momento que pueden aprovechar para patearle los huevos o empujarlo? ¿Les amarra las piernas?
—Si lo hace, no hay evidencia que lo muestre. Tampoco les golpea la cabeza para apendejarlas. Por eso te quería aquí. Necesitaba saber si veías lo mismo que yo. Me pediste el informe del forense…
Adán miró a Uribe y luego suspiró resignado.
—Supongo que debo ayudarte manito. ¿Mañana puedo visitar la escena del crimen?
—Sí. Todavía tenemos gente investigando.
—Bien, muy bien. Mañana iré a darme una vuelta entonces.
—Le avisaré a mis muchachos. Me dará gusto verte ahí.
Uribe le dio el documento con el informe forense de las cuatro mujeres asesinadas. Ya lo tenía en las manos, sólo esperaba que Almazán dijera que sí para dárselo. Uribe lo acompañó a la patrulla, le dio un fuerte abrazo y le dio las gracias. En el camino, Adán abrió la ventana de la patrulla, prendió un cigarro y empezó a leer el documento que escondía uno de los retos más ecandalosos que había tenido en años.
Las víctimas se llamaban Cristina Huidobro, Isabel Juárez, Miriam Tinoco y Berenice Huerta. Las cuatro víctimas tenían 18-19 años de edad. Las cuatro eran morenas, y tenían rasgos físicos similares. No estudiaban en las mismas escuelas, y tampoco vivían en la misma zona. ¿Cómo llegaba el asesino a ellas? Incluida en la documentación, había registros de sus llamadas telefónicas: sólo familiares, amigos o novios. En el primer caso, el novio fue sospechoso, hasta que surgió el segundo asesinato. Las fechas de los asesinatos estaban separadas por un mes exacto. Revisó lo de la droga: las cuatro tenían rastros de flunitrazepam. La droga de la violación. En las notas forenses, explicaba que la cantidad era suficiente sólo para relajarles los músculos. Probablemente el asesino no las violaba (las heridas internas podían ser cuestión de lubricación), sino que ellas consentían el sexo, estaban preparadas para ello, eso explicaría porque lo ayudaban a llegar al orgasmo… ¿es que las chicas deseaban morir?
—Sí, sí, eso ya lo sabemos. El rhopinol sólo funcionó para matarlas sin que ellas protestaran. ¿Pero cómo llegó a ellas? El hombre debió tener influencia, mucha influencia sobre ellas… ¿Un profesor, un orador, un sacerdote? Alguien con elocuencia, alguien con poder para que estas jovencitas lo invitaran a pasar. Como los vampiros… Déjalo entrar —pensó Adán.
La patrulla llegó al edificio donde estaba la oficina de Adán. El viejo detective dio las gracias al patrullero y subió las escaleras. Buscó las llaves de su oficina, abrió la puerta y se metió. Se acercó a su escritorio, depositó el archivo sobre el mueble, se dejó caer sobre su asiento de madera y prendió otro cigarro. Revisó el documento, esta vez en las transcripciones que tenían de los interrogatorios a familiares, amigos, profesores y novios. No había nada sospechoso, como que hablaran de algún hombre que estuviera recorriendo la casa, un automovil, algún evento fuera de lo usual en la vida de las muchachas. ¿Cómo era posible que fuera tan cuidadoso? No había un rastro de ADN útil porque usaba cloro para limpiar el semen de las manos de las jóvenes. Apenas y quedaba evidencia del mismo. El cloro venía de la misma casa.
La explicación simple, era que ellas quisieran morir por este hombre. Trabajó sobre esa idea—: Era un hombre fuerte que podía sostenerlas mientras ellas luchaban por su vida, sin embargo, luchaban por mero reflejo, sin un verdadero deseo por sobrevivir. Debía ser un hombre carismático, un hombre con poder de convicción sobre estas jóvenes, ¿qué les ofrecía a cambio de su vida? ¿Y cómo llegó un hombre así a la vida de estas muchachas?
Llamó a Uribe.
—Una pregunta Comandante. ¿Estas mujeres tenían alguna actividad extraescolar?
—Sólo una. Era reportera del periódico escolar. Ya revisé los reportajes… escribía puras pendejadas del mundo del espectáculo. Las otras tres, acabando la escuela iban a sus casa, o su vida social de siempre.
—Gracias Comandante… Ehm, otra pregunta… ¿Tenían computadoras o celulares?
—Sí, pero no encontramos nada interesante ahí. ¿Quieres que te los mande?
—Si no es mucha molestia.
—Podrías venir y bajar unos kilitos, pinche gordo.
—Antes me rogaba, Comandante.
Uribe se carcajeó—. Te los mando.
Adán Almazán se recargó en su asiento, fumó en silencio y miró por la ventana. Las calles del centro llenas de actividad. Como pequeñas hormigas, los humanos tocaban los hombros de otros humanos y se esparcían. Uno de ellos era un asesino. El caso ya le provocaba suficiente curiosidad y deseaba ayudar a su resolución. Cerró los ojos. Su cuerpo ya no era el mismo. Su espíritu tampoco. Era cierto que deseaba resolver el caso, pero también era cierto que el sueño era siempre el mismo: Su esposa con la garganta rajada, colgando como un chivo sobre la viga de aquel departamento que vació y no ha vuelto a visitar.
El sueño siempre era el mismo: Las luces del departamento apagadas, apenas entraba la luz por las cortinas, el sonido de la sangre goteando al piso. El sueño siempre era el mismo: La ansiedad de Adán, su corazón latiendo como una locomotora furiosa, sus manos sudando como las de un cerdo, los pelos de su nuca parados como los de un gato temeroso. El sueño siempre, siempre, era el mismo: Adán acercándose a las cortinas de su casa, Adán empujando estas cortinas para que la luz entrara e iluminara toda la casa, el cuerpo de su esposa… Guillermina, girando como el de un animal muerto. Entonces todo se llenaba de colores: La sangre bermellón, la piel morena de su esposa, sus pezones oscuros erectos, su rostro que combinaba esa piel morena, con la sangre que antes guardaba en su cuerpo. Adán, esta vez, en este sueño, pensó que su esposa era sorprendentemente similar a las mujeres muertas. ¿Por eso Uribe lo había llamado? ¿Buscaba una manera enferma de conciliar a Adán con la vida? Y luego el sueño, inevitable, lo regresó a ese momento donde Adán se acercó a su esposa, se arrodilló ante ella y después de empapar sus pantalones con su sangre, con aquella imagen inolvidable, empezó a buscar pistas para encontrar al asesino de su único amor en la vida.
El caso jamás se resolvió.
Adán despertó cuando tocaron su puerta con fuerza. Se levantó y abrió. Eran tres policías jóvenes, ninguno conocido suyo, que cargaban consigo las laptops y los celulares que le había pedido a Uribe.
—Gracias muchachos… ahí donde puedan dejarlas —dijo Adán, limpiándose la saliva seca de los labios. Les dio la mano y los despidió. Limpió su escritorio pasando una mano sobre él para deshacerse de todo el tiradero, sacó un cuadernito de notas de uno de sus cajones y una pluma. Levantó la primera laptop e hizo su labor.
De algo había funcionado su trabajo para espiar infidelidades: conocía las redes sociales, esos lugares en internet que permitían el anonimato en todo sentido. Las esposas jóvenes, abusaban de ello sobre los maridos más viejos o más estúpidos. Los maridos viejos trataban de engañar a sus viejas zorras (por astutas, Adán jamás decía groserías. Eso le permitía usar las palabras de otro modo). ¿Cuántas veces no había encontrado los datos que necesitaba en el centro de mensajes de un facebook, o un twitter? La bandeja de entrada de un correo era lo único que los esposos necesitaban revisar con cuidado para encontrar los pequeños pecados de sus mujereos… o sus hombres.
Estaba oxidado, y renovado a la vez. Crímenes más sencillos ya no podían resolverse a través del olfato de un sabueso (o tal vez sí, pero tomaría más tiempo y… Adán sonrió, la verdad era más romántico). Adán ya estaba acostumbrado a usar sus dedos y sus ojos para sumergirse a ese mundo flotante y virtual. Ese que contenía todos los secretos del mundo, al alcance de todos.
—Si este señor dejó un rastro, tendría que ser aquí —Adán ya se imaginaba al asesino: Un hombre entre 35 y 45 años, elocuente, culto, que influía sobre jóvenes. Un lider religioso, o aparentaba serlo. Empezó con la laptop de Berenice Huerta, la primera asesinada, y recorrió su facebook, sus mensajes privados, cualquier cosa que le diera pistas. En el primer recorrido no encontró nada. Así hizo con las otras laptops y los celulares. Isabel Juárez, Miriam Tinoco, Cristina Huidobro. Espió las vidas de cinco chicas que podrían ser hermanas, y lo hizo con el descuido de un padre. Sólo para ver que esta haciendo la chamaquita. Mientras lo hacía, rayaba notas en el cuadernito. Correos, fechas, contactos, mensajes que le parecían inusuales.
Tardó seis horas en hacerlo. Habló por teléfono y pidió algo de comida china. Ya que estaba encarrerado, no quería detenerse. Mientras esperaba la comida leyó sus notas y las comparó entre sí. Cristina, Isabel, Miriam y Berenice… eran jovencitas que les gustaba escribir e-mails o mensajes privados largos, hablando de sus vidas, de aquello que les gustaba, del amor, de los días soleados, de sus problemas escolares. Niñas, pensó Adán Almazán, que jamás podrán crecer para desilusionarse y acortar sus frases al olvido, a la rutina diaria, al tedio espantoso que significaba vivir bajo ese cielo falto de sol. Miró por la ventana. Ya era de noche.
El repartidor llegó con su comida, hizo la pausa para comer lo suficiente y regresó a investigar la primera computadora, y el primer celular: Berenice Huerta. Agregó más notas, tachó otras, esta vez leyó con atención los correos que le parecían sospechosos, las notas privadas que le llamaban la atención, y creyó descubrir algo por un momento. Armando Rosas. Un contacto que le agregó a facebook un 22 de Enero, hacía tres años. Era todavía una niña en ese entonces. De vez en cuando, le mandaba a Armando Rosas un breve… “Aún te amo”. No había respuesta del otro lado. Buscó en las actualizaciones señales de Berenice, algo que la llevara a Armando Rosas y no había nada.
Buscó en el celular, había un teléfono que le pertenecía a Armando Rosas y Berenice el último mensaje que le mandó Berenice, decía: “Te pertenezco”. Tal vez era este el hombre que estaba buscando.
Llamó al celular de Armando Rosas y la compañía decía que la línea estaba desconectada.
—Extraño. ¿Armando Rosas?
Olfato de sabueso… abandonó la búsqueda en las cosas de Berenice Huerta, y tomó las de Miriam Tinoco. Ella tenía e-mail y twitter. Buscó en ambos señales de Armando Rosas y no encontró nada. Se fue tres años atrás, al principio, y encontró un Alberto Rodríguez. A R. ¿Podía ser posible? Miriam Tinoco le mandó un primer email a Alberto Rodríguez, contándole la aburrición escolar y que extrañaba todas sus palabras. “Tus palabras iluminan mi día… como si fueran un segundo sol. Te amo Alberto. Gracias por todo lo que me has enseñado”. Un segundo sol. Adán negó lentamente… ¿qué clase de mentiras alimentaba a estas muchachas para que lo llamaran un segundo sol?, el siguiente e-mail para Alberto, era un “Te amo”, luego un “Te pertenezco”, un “haz de mi lo que desees”. Estos e-mails que se mezclaban entre toda la superficialidad de la vida.
—Eres tú… A R. Debes serlo.
Pero A R, tanto en Miriam, como Berenice, no respondía. Buscó en el twitter de Berenice alguna referencia. Nada en el público. En sus mensajes privados… había mensajes a AR1774, mensajes breves y concisos, de pertenencia, de abandono de la voluntad, de “haz de mi lo que gustes”. Pero AR1774 no respondía. Ni una sola respuesta. Dio click a la cuenta de twitter y esta ya no existía. ¿Cómo un hombre de identidad tan ambigua podía acercarse tanto a ellas?
—Son niñas… son niñas… hubo un primer contacto, pero él… él se deshizo de todas las pistas. ¿Lo hizo cuando las mató? Sí, probablemente se acercó a sus laptops y trató de borrarlo todo. Pero seguramente cometiste algún descuido…
En el celular, también había un teléfono. Un sólo mensaje… Te amo Alberto. Llamó al número y recibió la misma respuesta. Como hizo con Berenice, su primer contacto fue hace tres años.
—Estoy persiguiendo un fantasma… un fantasma cibernético. Estas cuatro muchachas llevan años de conocerlo, antes que fueran siquiera adultas. En tres años las llenó de mentiras, de… un mundo desconocido para ellas.
Las cosas eran más fáciles años atrás, pensó Adán. No existía un agujero virtual donde las ratas pudieran esconderse, armar sus túneles. Cuando trabajaba sus infidelidades, se le ocurrió pensar lo fácil que sería esconderse para todo tipo de ratas en un lugar como internet y su crecimiento, sólo obligaría a que fueran más listos. Terminó su comida, pensando que iba sobre la línea correcta.
—No tengo una línea de sospechosos… pero algún descuido cometiste. Trabajemos en esto: Inventaste cuatro personas, en un momento confirmaré que las cuatros son un A R. Eres un asesino serial, borraste las pistas en ese mundo cibernético, pero… debes conservar algún tipo de trofeo. Eres un cazador, alguien que se cree muy listo. No hay de otra. Tienes algo de ellas. Algo que ahora presumes como tuyo. ¿Y si tuviste la delicadeza de hacer estas personas ficticias, creíbles, no te gustaría observar este intercambio desde tu persona real?
Adán anotó “PERSONA REAL” en su cuadernillo de notas. Y luego anotó los nombres de estas personas ficticias: “Armando Rosas, Alberto Rodríguez”. Tomó la laptop de Isabel Juárez. No se equivocaba: Augusto Roca, primer contacto hacía tres años. El mismo tipo de correos, el mismo tipo de “twits”, de mensajes de facebook, de mensajes de celular. Igual, el celular ya no servía.
En la vida de Cristina Huidobro, este hombre se llamó “Antonio Rubalcava”. Mensajes de correo y mensajes de celular. Lo mismo: este celular ya no servía.
Hizo anotaciones frenéticamente en su cuadernillo, personas ficticias: Armando Rosas, Alberto Rodríguez, Augusto Roca, Antonio Rubalcava. A R. Todas fueron contactadas tres años atrás. Anotó los mails o los nombres de usuario de estos hombres: AR1774 en twitter, AR1886 en un correo, AR6723 en otro. Siempre AR y cuatro números al azar (hasta no demostrar que los números tenían algún significado, pero no creyó que importara). En facebook ya no había rastros de estos perfiles. En twitter tampoco. Sólo quedaban los correos que ellas habían mandado, a perfiles que ya no existían. No borró enteramente su presencia. El hombre quería presumir su existencia en la vida de ellas.
—Su omega, pequeño bribón —dijo Adán. Prendió otro cigarro. Se lo había ganado. Revisó su cuaderno de notas y miró la persona REAL. Anotó ahí: Este hombre, probablemente se vigiló así mismo, se congratuló así mismo, fue un voyeur de sus propios crímenes. Es obvio que hay un hombre real atrás de todo esto… ¿pero, cómo se verá así mismo? ¿Orgulloso de ser un cazador? ¿O se horrorizará de sus personas ficticias? ¿Lo verá como una distracción de una vida organizada? Estas yendo demasiado lejos… Adán, estas yendo demasiado lejos. Primero lo simple.
Adán prendió otro cigarro. No pretendía dormir, no pretendía soñar de nuevo.
Tenía que seguir.
La mañana siguiente, Adán se presentó con un vaso de café jumbo a la escena del crimen de Cristina Huidobro. Uribe lo estaba esperando.
—Buenos días mi cabrón —dijo Uribe, le dio la mano a Adán—. ¿Dormiste bien?
—No señor, estuve pensando en el caso y creo que estoy sobre algo.
—¿Te sirvieron las laptops y los celulares?
—Bastante. Me dieron una pista, pero tengo cosas por confirmar. Al menos, encontré… una persona que estuvo en la vida de estas cuatro chicas.
—¿Una persona? No mames, el equipo le dio vueltas a todos los correos, celulares y no encontraron nada.
—Tal vez porque les pagan muy mal, mi señor. Pero hay una sola persona, con cuatro nombres, en la vida de estas chicas.
—No me chingues. Dime quien es y vamos por él ahorita mismo.
—No se puede todavía señor. Es un fantasma lo que estamos buscando, pero deja le encuentro las patas bajo la sábana y te lo entrego. Quiero saber una cosa, Uribe…
—Dígame…
—¿Me diste este caso por mi esposa?
—No, mi cabrón… sé que todas las mujeres se parecen. Pero, estuve pensándolo mucho y… de verdad te necesito. Estoy sobre este cabrón como un perro, tengo a todo el equipo que puedo trabajando sobre esto, la ciudad está un poco desesperada porque encontremos a este cabrón, pero hay algo que me preocupa más…
—¿Qué?
—Sígueme afuera… antes de que vengas a revisar. Tengo que hablar contigo.
Adán y Uribe pasearon fuera de la casa. Cristina vivía en Satélite, en uno de tantos fraccionamientos donde las casas estaban bonitas y las calles amplias. La paz se veía interrumpida por el asesinato de la muchacha. Algunos vecinos curioseaban cuando pasaban con el auto, algunas mujeres de limpieza le preguntaban a los policías que cuidaban la entrada como iba la investigación y si ellas podían ayudar. Escuchaba superficialmente lo mismo—. Ya esta muy inseguro esto joven, por favor agárrenlo. No se vayan con las manos vacías.
Ya cuando Uribe notó que se había alejado lo suficiente, apretó el brazo de Adán y le dijo—: El gobierno no me esta presionando mucho para agarrarlo. Incluso, me están poniendo trabas. No les urge que lo encontremos. Tengo miedo que me entreguen, de un momento a otro, un cabrón cualquiera que no sea el culpable.
—¿O sea que el asesino esta asociado de alguna forma con el gobierno?
Uribe se encogió de hombros. Su gesto se hizo grave.
—¿Cómo te están tratando los del Estado? —preguntó Adán.
—Bien, bien. Están cooperando a toda madre, aún cuando los tres casos anteriores fueron en la ciudad. Este asesinato me tranquiliza un poco, por más feo que suene, porque aquí igual y cachamos más pistas que en la ciudad. Me preocupa que el gobierno esté protegiendo a este cabrón, incluso que lo esté ayudando. ¿Cuánto tiempo pueden callar, o proteger esto manito?
—No necesito responder. Pero las pistas… es difícil que hallemos algo de valor. Me has dado más información con lo que me acabas de decir que si buscamos en esa habitación. Ahora necesito preguntarte, ¿te suena A R?
—¿Qué es eso? —preguntó Uribe, seco y directo.
—Iniciales. Un nombre. A R. Armando Rosas, Alberto Rodríguez, Augusto Roca y Armando Rubalcava.
—¿Quieres que los investigue o los busque?
—No. Son personas ficticias. No servirá buscarlos. ¿Pero no te suena? ¿Algún conocido tuyo?
—Nada, mano. Nada.
Adán miró a Uribe atentamente. No mentía. Uribe era un hombre muy fácil de leer, y su más grande virtud era que tenía los dientes de un perro. El hombre seguiría mordisqueando hasta encontrar al asesino. Adán se sabía el olfato. Siempre creyó, en el pasado, que hacían una excelente mancuerna. Que ambos serían imparables para resolver los misterios del mundo… y luego mataron a su esposa.
—¿Tienen cosas de las chicas? ¿Cartas, cuadernos, diarios? También, necesito que le pregunten a los familiares. Lo curioso es que las chicas… a todas les gustaba escribir, escribir prolíficamente.
“O él las hizo así”, pensó Adán, “Tres años es mucho tiempo para influenciar a una niña”.
—Sí.
—Pídele a tus hombres que busquen a A R.
—Ahora mismo, mi cabrón. ¿Empezamos con esta nena? Al fin que ya estas aquí. Quiero ver lo que has descubierto con mis ojos.
—Claro, señor.
Caminaron de regreso a la casa. Los oficiales les permitieron la entrada, al ver la fuerte figura de Uribe, uniformado, caminando como un hombre intocable y poderoso. Adán caminó a su lado. Se dio cuenta que extrañaba ese mundo gris, casi negro, que significaba un misterio, un caso que podía enterrarse para siempre en los corazones de los humanos afectados. Extrañaba ser ese hombre que buscaba la luz que podía ofrecerles la paz.
Adán se mordió el labio inferior. No pudo darse paz así mismo en el pasado. ¿Tal vez esta era su oportunidad? ¿Esa era la verdadera búsqueda en este caso? No podía asegurarlo. Ya tenía la figura de A R en la cabeza. Un hombre oscuro, esperándolo después de un largo camino. Siguió a Uribe como en un trance, sintiendo el éxtasis del investigador, de recuperarse así mismo, y a la vez, con esa decepción tan horrible que sufrió con el asesinato de su esposa y su primera reacción, arrodillarse frente a ella para buscar pistas en vez de llorarle. Y seguir pensando en esas pistas en el funeral, y buscar esas pistas en las mujeres jóvenes que…
—Adán, esta es la habitación de la joven. Aquí a un lado, esta el baño donde la mataron.
—Gracias Uribe.
Un oficial joven llegó frente al Comandante y se paró frente a él.
—¿Qué pasó?
—Prensa jefe. Quieren hablar con usted.
—Ah, que la chingada. No me dejan trabajar. Manito… ¿te importa?
Adán observó como los ojos de Uribe se encendieron, furiosos, por la interrupción. Había crecido como hombre, para tener la capacidad social de tratar esos asuntos: prensa, entrevistas, gobierno. Y aún guardaba la sed por justicia, una sed joven. Uribe había crecido. ¿Eso dónde dejaba a Adán? ¿Cómo crecería él?
—Para nada. Haz lo que debas, señor —dijo Adán, sonriendo.
—Me lleva la chingada… —dijo Uribe, señaló a Adán con la cabeza— Retira a todo mundo y dale unos guantes a Adán, este es mi cabrón de confianza. Mañana mismo agarramos a ese hijo de puta.
El Comandante Uribe dejó solo a Adán en la escena del crimen. El joven oficial habló con un par de investigadores y un detective que se encontraban en las habitaciones, buscando cosas. Los hombres se retiraron a la entrada de la casa, mirando a Adán con extrañeza y cierto recelo.
—No reconozco a nadie. Se le pasó a Uribe que estábamos en el Estado —se dijo Adán en voz baja. Mejor. Así se ahorraba tiempo en saludos, en responder preguntas y otras cosas. Ya habría oportunidad. Adán presentía, resultado de todos sus pensamientos, que aquí encontraría algo decisivo.
—Estoy buscando a un hombre educado, que juega con la ficción, que juega con mentes jóvenes, con acceso a drogas como el rhopinol, que se inventa nombres A R, que probablemente esté vinculado con el gobierno —Adán entró a la habitación de la joven. Pensó que este lugar le diría más que el baño donde la asesinaron. Se repitió en voz baja todas sus pequeñas pistas.
La habitación era un lugar agradable y amplio. Un buró, una cama, un tocador, de madera oscura. La habitación estaba pintada de verde manzana. Había una cajonera sobre la cual, había cubos armables donde adentro esperaban varios peluches a su dueña. Una muñeca sobre la cama, las sábanas eran verdes como la habitación y sonrió al notar que era un patrón estampado de manzanas. La chica era cada vez más agradable.
—Lástima que estés muerta, pequeña. ¿Qué pistas dejó este hombre en tu vida? —dijo Adán.
Tomó asiento en la cama, prendió un cigarrillo, le dio un sorbo a su café y recogió con la mirada todo aquello que pudo de la joven. Deseaba conocerla con la esperanza de que ella pudiera explicar en su rutina quien fue el asesino. El silencio hizo que escuchara las gotas. ¿Era el baño de la chica? No, eso estaba en otra habitación. Como empezó a molestarle el sonido de las gotas… le recordaba otra circunstancia, el sueño. El armario estaba goteando. Se levantó, abrió la puerta y se llevó una mano a la boca.
—¡URIBE! ¡URIBE! —gritó Adán, como un niño espantado—. ¡Necesito gente aquí, rápido!
Dos policías llegaron corriendo y se detuvieron ante lo que miraron en el armario. Un minuto más tarde, Uribe llegó deprisa. Susurró—. No mames… —y le puso una mano en el hombro a Adán.
En el armario, había un chivo que colgaba del tubo, boca abajo, con el cuello rajado y goteaba sangre.
—No mamen gente. ¡NO MAMEN! ¡Busquen a ese hijo de puta! ¡Esto no estaba ayer!
Los oficiales sacaron sus pistolas, hablaron por el radio, los coches se movilizaron y se escuchó el ruido de las sirenas. Uribe miró brevemente a Adán.
—Mi cabrón… creo, perdón, pero creo que es un mensaje y es para ti.
Adán asintió.
—Uno de tus hombres lo puso. Si no, fue uno del Estado. Estamos contra alguien muy poderoso.
—Si te quieres retirar, lo entiendo. El mensaje esta clarísimo.
Adán guardó silencio. No tenía ya la edad para levantar el pecho y jugar a un héroe. No tenía el espíritu. Sin embargo, que el asesino conociera su pesadilla más íntima…
—Tengo que dar clases, Comandante. Nos hablamos al rato —respondió Adán—. Ahorita no quiero pensar en nada.
Alma no estaba sentada enfrente, como acostumbraba. Escogió una fila en medio del salón. Adán daba clases por inercia, hablando de la historia de México como quien cuenta un chiste. Esa mañana, un chiste malo, por lo que había pasado en la casa de la última muerta. Mientras sus palabras se enfocaban al positivismo, el 41, y otras porquerías, se dio cuenta cuán similar era Alma a su mujer. ¿Por qué había tantas mujeres parecidas a la suya en este punto de su vida? Cuatro de ellas estaban muertas, Alma estaba con vida, un alumno alzaba la mano y hacía preguntas, Adán simplemente respondía, todavía con el sabor de la sangre del chivo muerto en su lengua.
Antes de abandonar la escena del crimen, Uribe lo alcanzó.
—Había un mensaje escrito en el chivo, Adán. Dice: “Tumba Perras”.
Adán guardó la información, en contra de su voluntad. Otro nombre para el asesino. “Tumba Perras”. Primero creyó que podría ser el líder de un culto religioso, sin embargo, el mensaje lo decía todo: Te diviertes… y ahora lo haces conmigo. ¿Y si A R, había asesinado a su esposa? ¿Sería posible que el asesino apareciera después de todos estos años, después de la venganza y arruinarle la vida, para quebrar lo poco que había recuperado? ¿Su paz?
Adán negó con la cabeza. Sus labios escupían la historia de México, pero su cerebro sólo recorría su propia historia. Jamás tuvo paz. Sus estudiantes lo veían como un hombre sabio, bonachón, pero Alma se lo dijo muchas veces, así como otras antes que ella—. Tienes una mirada muy triste… quisiera curarlo todo, quisiera… —Adán nunca se imaginó como un hombre triste, un hombre a quien había que salvar. Sólo era un pensador. No era un héroe como Uribe. Nunca había disparado un arma. Jamás corrió tras un criminal. No pudo capturar al asesino de su esposa…
Los ojos de Adán se clavaron en Alma. Ella seguía mirando por la ventana. No se molestaba en fingir que deseaba escuchar la clase. Le sorprendió que ella estuviera ahí, después de la llamada telefónica se le ocurrió que ella no se presentaría en su clase durante varias semanas. ¿Por qué habían roto? No es que le importara continuar la relación. Él tenía muy claro para que quería a esta muchacha, así como a las anteriores y era alimentar su nostalgia a través de su viejo sexo, su cuerpo arrugado y que lo abrazaran de vez en cuando. Adán empezó a tejer una posibilidad en su cabeza, pero era muy disparatada.
—Recuerden, la explicación más simple, nos abre las posibilidades a construcciones más complejas. ¿Por qué, para qué? Empiecen con esas preguntas. Traten de simplificar sus ensayos para la siguiente clase. Estos que me dejaron, no leí más de la mitad por sus farfullerías exageradas —dijo Adán para cerrar la clase, los cincuenta minutos más largos de su vida. Sus alumnos se levantaron, algunos se despidieron con un estrechón de manos, miró que Alma ni siquiera había levantado sus cosas—. Alma, ¿puedes venir un momento? Quisiera hablar contigo.
—Sí, profe —respondió Alma.
Alma siempre le habló de una vida breve, de una juventud plena, pero terminante. Alma era elocuente y culta, algo poco común para una chica de su edad. Ella fue quien se acercó a Adán para empezar y recordó lo fácil que se había ofrecido. La miró con sus jeans, su playera entallada, su cabello recogido en una cola de caballo, sus ojos grandes… Alma podía ser la hermana de estas chicas.
—Siento que las cosas ya no puedan funcionar entre nosotros —dijo Adán—. ¿No hay manera de arreglarlo?
—No, no la hay —dijo Alma, sonriendo. Su sonrisa era especial, era de una mujer adulta y melancólica. Ella acarició la mejilla de Adán—. Te dejo porque no eres mi verdadero amor.
—Siempre lo supe —respondió Adán—. ¿Quién es tu verdadero amor?
Ella carcajeó—. Eso es un secreto.
—Alma… ¿Sabías que antes yo era un detective?
—Claro… hemos pasado tiempo en tu oficina, ¿o que ya lo olvidaste viejo bribón?
—Para nada. ¿Sabías que estoy investigando el caso de las ahogadas?
—¿En serio? —preguntó Alma. Aún cuando se portaba como una chiquilla ausente, podía verlo en su mirada… había capturado su atención—. ¿Cree que ellas encontraron a su verdadero amor antes de morir?
—¿Perdón?
—Tal vez murieron cuando encontraron a su verdadero amor.
El sol se alzaba y apenas pasaba por las ventanas del salón. Las persianas hacían un claro oscuro, partiendo los rostros de Adán y Alma, como pinturas que anunciaban la desgracia.
—Necesito saber… Alma, ¿por qué llegaste a mi? ¿Alguien te mandó?
Alma dejó sus cosas en el escritorio de Adán. Lo abrazó, lo besó en la barbilla y acarició su estómago—. ¿Conoces a A R?
Alma se detuvo.
—Profesor, qué cosas dice. Lo veré mañana, ¿verdad? Me da gusto que esté trabajando como detective de nuevo.
Alma recogió sus cosas. Adán miró como se dirigía a la puerta del salón. Ella volteó a sonreírle.
—Si lo captura, le daré un premio, aún si no somos novios. ¿Qué dice? En su oficina… tan pronto me de las buenas noticias —Ella sopló un beso y se fue.
Adán suspiró, sacó el celular de Alma de sus bolsillos sabiendo que ella se había ido. Pensó en sus dedos gordos y viejos, y por un momento pensó que había perdido el toque. Lo revisó superficialmente hasta que encontró aquello que buscaba. Sintió una punzada en el estómago. Angel Romano. Los mensajes expresaban la misma servitud que todas aquellas jóvenes. Hubo uno en particular que lo obligó a tomar asiento: “Ya rompí con Adán, como lo pediste… ¿De verdad eres mi verdadero amor?”
¿De verdad?
—Investigué el celular como me lo pediste, mi cabrón y como era de esperarse, el censo de celulares no tiene los datos del dueño —dijo Uribe por el teléfono. Adán estaba ansioso y no sabía exáctamente por qué—. Sin embargo, tengo un cuate que me puede dar la información. Hay que darle unas horas y por fín agarraremos a ese hijo de puta. Adán… ¿Cómo chingados supiste que?
—No lo sabía, Comandante. Intuición.
—Entiendo. ¿Quieres venir conmigo cuando agarremos a este cabrón?
—No, Comandante. Haga lo que tenga que hacer.
Colgó el teléfono.
Adán estaba en su oficina, mirando las notas que había agregado gracias al celular de Alma. Un número de teléfono que aún servía. En el cibercafé de la esquina descubrió, observando el perfil de Alma, que Angel Romano todavía tenía una vida cibernética activa. Angel Romano aún no había cometido un asesinato. AR2300 según el nombre de usuario corto. Todo embonaba.
AR2300 igual contacto a Alma publicamente, por primera vez, hace tres años. Durante tres años la estuvo alimentando de porquería. También la empujó para tener una relación con él, para romper con él, para involucrarse en la vida de él. Adán pensaba en el asesino de su esposa, ¿y si fueran el mismo hombre? Era ir demasiado lejos para una venganza. Sus pesadillas ahora incluirían a las niñas ahogadas, con semen en las manos, buscando a su verdadero amor, mientras su esposa colgada como un chivo las miraba, las juzgaba, un angel antes de entrar a las puertas del infierno. Adán tamborileó los dedos contra su escritorio. Uno de sus cajones guardaba su resolución por ir en búsqueda del asesino, junto a Uribe, pero se negaba. Estaba roto por dentro. Roto y cansado. ¿Eso esperaba el asesino de él? ¿Su cobardía? ¿Su espera en ese asiento que crujía cada vez que se dejaba caer en el asiento? ¿Sus gritos cuando abrió la puerta y descubrió al chivo sangrante?
—¿Por qué me mandaste a Alma?
Miró por la ventana. La gente, como hormigas, rozaban sus hombros los unos contra otros. Uno de ellos era un asesino. Uribe lo agarraría pronto y podría cerrar este capítulo de su vida. ¿O no? A R, el posesor y recreador de las pesadillas de Adán. Aquel que conserva, como Adán, los detalles jugosos del asesinato de Guillermina. El “Tumba Perras”. Durmió soñándolo. Una sombra, su erección enorme contra las manos de las jovencitas, su matanza controlada. Soñó a su esposa que, vestida como una maestra, le tocaba los hombros y lo dirigía. Guillermina le enseñaba el error de todos sus actos.
El teléfono lo despertó.
—Adán… Uribe, de nuevo.
—Eres el único que me llama, Comandante, ¿qué pasó? —dijo Adán, limpiándose la saliva de los labios. Miró su reloj. Habían pasado unas horas.
—Dos cosas… Alma no esta en su casa y ya tengo el nombre de la persona que compró la línea. Te vas a cagar cuando te enteres… Roberto Araujo.
—¿Qué?
Roberto Araujo. 33 años, y uno de los diputados más jóvenes en la Cámara. Casado con una de las sobrinas del presidente. Activista de los derechos humanos, líder de un grupo de ayuda humanitaria para familiares de víctimas de crímenes violentos. Originario de Cholula, Puebla. Su padre, precisamente, fue capturado y llevado a la prisión como el asesino de Cholula gracias a Adán Almazán. Tan pronto se graduó en leyes, inició una rápida carrera para ascender como un miembro vital del Partido Democrático de Unión y Fuerza. En entrevistas, desde joven, repudió las acciones de su padre y celebró la justicia humana: la de las cortes que lo metió en la carcel, y la de los hombres en esta carcel, que lo mataron. —No me quiero imaginar la condena de los cielos —dijo en diversas entrevistas, dejando entrever sus fuertes valores católicos y morales. Un hombre apuesto y carismático. Hace algunos años, pidió entrevistarse con Adán y tomarse una fotografía con él, estrechándole la mano, aún cuando Adán ya era un desconocido en sociedad. Eso ayudó a levantar su negocio como detective privado de infidelidades y fraudes. Recordó su impresión de Roberto Araujo y le pareció un hombre honesto, que deseaba estar en buenos términos con su pasado y lo correcto. “Es usted un mensajero de Dios. Su nombre no es el del primer hombre, sino de un angel”, le dijo Araujo, para despedirse.
Adán repasó todos esos datos en su cabeza. Era un hombre intocable. El sobrinito del Presidente, que tenía una gran influencia sobre el gobierno y era una figura social implacable, tanto que politólogos ya hablaban de él como el próximo mandatario.
—Voy por ti —dijo Uribe en el teléfono, cuando notó el silencio de Adán—. Esto es personal manito… tendremos que hacerlo tú y yo.
—¿Hacer qué, Uribe? Es intocable. Roberto Araujo es…
—Es un asesino. Tenemos que detenerlo.
—¿Y cómo piensas hacer eso?
—¿Cómo se sacrifica a los perros enfermos?
—Con una jeringa…
—Pues yo tengo una bien chingona, marca Beretta. ¿Sirve? Alma no está en su casa. ¿Y si este cabrón la tiene? ¿Qué tal si te la mandó como un mensaje?
Precisamente eso había sido Alma, un mensaje. Roberto Araujo quería llevarlos a su casa.
—No puedo confiar en mis hombres para esto. Necesito apoyo. Voy por ti, llego en cinco ya. Baja de tu oficina gordo.
Uribe colgó el teléfono.
Adán se apretó los dientes. Nada podía ser coincidencia. No podía tener miedo. El “Tumba Perras”. Caminó a su escritorio, recogió la cortada italiana y unas balas. Jamás había disparado un arma, pero se había enseñado a hacerlo con tantos años en la policía. Se puso el arma en el cinto y bajó.
Cuando lo hizo, Uribe ya lo estaba esperando en el coche.
En el trayecto el único que habló fue Uribe y sus ansias de justicia. Adán sólo podía pensar que los tiempos ya no eran los mismos. Veinte años atrás había capturado al Asesino de Cholula. Veinte años atrás, este asesino fue llevado en un coche policial a pudrirse en la cárcel, en ojos de su hijo de doce años: Roberto Araujo. Padre e hijo se llamaban igual, padre e hijo compartían el destino. Cuando escuchó el nombre, primero le pareció que estaban destapando un baul lleno de víboras, la caja de Pandora, los males del mundo. El Asesino de Cholula murió en la carcel un año después que lo capturaron. En la cárcel no les gustaban los asesinos de mujeres y recibió, pues, justicia humana. Justicia divina. Justicia irónica. ¿Esta era la retribución por algo que había sucedido hacía tantos años? ¿Tanto rencor podía guardar un niño?
Cuando llegaron a la propiedad de Araujo, los vigilantes abrieron la puerta sin preguntarles. —Venimos a una trampa, manito —dijo Uribe.
Adán acarició con ansiedad el mango de su recortada italiana. Desde el principio se había negado en participar en el caso. Pensó en el destino, en todos los eventos de su vida, que lo llevaron a ese momento. Mal momento. Su vida era un trago amargo e irónico, que se multiplicaba en un espejo hasta el infinito. Uribe condujo el coche hasta la entrada de la casa de un político. Una casa grande, con jardín lujoso, y una puerta de hierro que incluso exigía contratar personas para que la abrieran y cerraran. Todo eso había logrado Roberto Araujo, todo eso sólo para reunirlos de nuevo.
Roberto Araujo los estaba esperando de pie, en la entrada de su casa, tenía las manos en los bolsillos de su pantalón. Afeitado, pulcramente peinado, exhibiendo con galanura su traje confeccionado a pedido. Sonrió cuando vio que el coche se aproximaba y entró a la casa, sin ninguna prisa. Uribe detuvo el coche.
—Nos estaba esperando, Comandante.
—Lo sé, mi cabrón. Ya no podemos regresar.
Bajaron del coche y siguieron a Roberto. Entraron a la sala de su casa, ampliamente iluminada. Escucharon sus pasos, que bajaban escaleras. Siguieron el sonido hasta que dieron con la entrada a un sótano. Bajaron con cuidado, estaba oscuro. Uribe por delante. Adán escuchó como saltó el seguro de su arma.
—Necesito explicaciones, Comandante. No lo vayas a matar.
—Así como están las cosas mi cabrón… dudo cumplir lo que me pides.
Cuando bajaron, prendieron las luces. Adán contuvo la respiración. El cuerpo desnudo de Alma estaba colgado boca abajo, manchado de sangre. Apenas se movía. El color de su piel huía tan rápido como lo hacía su sangre en el suelo. Uribe apuntó el arma. El asesino, Araujo, estaba sentado en un sillón, aún sonriendo.
—Creo que me cansé de esconder quien soy —dijo Araujo—. Estuve tres años jugando con la posibilidad de abandonarlo… pero me cansé. Me cansé, Adán. ¿Recuerdas? Tres años atrás nos vimos, nos tomamos una fotografía, y ese fue el momento clave de toda mi vida. Por favor, Comandante, no vaya a disparar, tengo que charlar con mi amigo Adán.
—Llama una ambulancia, ¡todavía podemos salvar a Alma!
—No me insulte, Adán. Le rajé la garganta.
Uribe no quitaba la mano del gatillo.
—¿Por qué y para qué? Eso se pregunta en estos casos —dijo Araujo. Adán, no pudo contenerse y sacó un cigarrillo para prenderlo—. Sabía que tarde o temprano estarías sobre mi, Adán. No es que lo menosprecie a usted, Comandante. La cosa es que hace tres años nos dimos la mano, ¿recuerdas Adán? Y todo ese tiempo estuve pensando: ¿Sabrás que yo maté a tu esposa? ¿Sabrá que yo, a los doce años, tomé venganza por mi padre? Si supieras todo lo que pasó por mi cabeza, mientras escupía mentiras, escupía frenéticamente todas las palabras que me enseñé a decir para pretender que era otro, que no estaba atado al nombre, ni al destino. Puedes ver todo lo que logré con esas mentiras. Ya hay libros que se están escribiendo sobre mi dolorosa historia… cual caballero blanco. No estaba contento. Tan pronto te estreché la mano y hundía mis pecados públicamente, empecé otro, la decisión de matar otra vez. Busqué a jovencitas, todas parecidas a tu esposa. Inventé nombres, inventé situaciones hermosas para ellas, inventé un posible futuro. Tres años sopesé la posibilidad de que ellas fueran felices, y yo, también… pero incluso, ese otro yo tuvo que matarlas, mancillarlas, abusar de ellas, destriparles la felicidad de las entrañas. ¿Y de quién es la culpa? La culpa es tuya, Adán.
Adán fumó su cigarro, miraba con odio al hombre, todo ese odio contenido, ese caso que jamás resolvió y este caso, que terminó por resolverse sólo porque este hombre así lo había decidido.
—Recuerdo como te arrodillaste frente a tu esposa y empezaste a buscar pistas, en vez de llorarla. Pistas que estaban por todas partes, pero no podías verlas… simplemente no podías. Si hubieras sido más cuidadoso en aquella ocasión, habrías buscado en la alacena de tu cocina, y me habrías encontrado… pequeño, débil, excitado por mi primer asesinato. Habrías podido entregarme, y ambos, estaríamos en paz el uno con el otro. ¿Ahora, cuántos años nos tomó para llegar a esto? ¿Cuántos años nos tomó para ofrecerte estos recuerdos, que sólo tú podías alcanzar si caminabas, si decidías a dar esos pasos? Intenté vivir otra vida Adán, y tú también lo hiciste. Intentamos vivir la mediocridad que nos puede otorgar el destino con las palabras simplemente necesarias. A mi me dieron una mansión, a ti te dieron un puesto de profesor. ¿Cómo te sentiste cuando empezaste a descubrirme en las palabras de estas niñas? ¿Cómo despertaste cuando… te diste cuenta que eramos el uno para el otro? —Araujo rió, su risa varonil y monótona—. Nuestro verdadero amor. Pobre Alma, ella no murió como las otras… cuando supe que Alma era una de tus alumnas, salté de alegría. Tenía información de primera mano sobre ti, sobre tu intimidad…
—No podías dejarme sólo con el cuerpo de mi esposa en la espalda, ahora tienes que darme a Alma, y otras cuatro chicas —respondió Adán, fumando el cigarrillo—. Pude atraparte con suficiente tiempo, ¿sabes? Pude atraparte y…
—¿Y qué? Soy como un caballero blanco de este gobierno. El mismo gobierno podría arrancarme de las fauces del infierno. Así no estaríamos en paz. Te traje aquí para que hagas lo que debes hacer. Dile a tu perro Uribe que jale el gatillo. Estoy cansado, no quiero seguir jugando. Cuando supe que tú estabas en el caso, y que ya tenías toda esa información, sabía que tarde o temprano me detendrías. Armando Rosas, Alberto Rodríguez, Augusto Roca, Antonio Rubalcava, Angel Romano… esas vidas no eran para mi. Este es el momento, hazlo. Danos la paz, Adán. Nadie nos molestará. Mi esposa esta de viaje, mis guardaespaldas estan comiendo, como te arregles después no es mi problema. Probablemente te lleven a la cárcel y tengas que sufrir el mismo destino de mi padre. ¿Cuánto puede aguantar un hombre de tu edad en ella?
El Comandante Uribe escupió.
—¿Quieres que te matemos? —se preguntó Adán.
—Ya no quiero jugar, ya me cansé. Sí. Eso se puede interpretar como un deseo de muerte. Un deseo de muerte que no puede venir en manos de otra persona, más que mi rival.
—Mi cabrón, yo no tengo empacho en matarlo aquí y ahora. Tú dirás. Pídeme que jale el gatillo y terminamos con esto.
Adán se agarró el pecho, sentía como la circulación de su sangre se aceleraba. Sacó la recortada italiana y la apuntó a Roberto Araujo.
—“Tumba Perras”. Mi esposa no era una perra, era una mujer cariñosa, era una mujer grandiosa… “Tumba Perras”.
—Sé de primera mano lo cariñosa que era. Mi primera felación ella me la dio, lo hizo como quien una madre desenvuelve a su hijo para besarle la frente —dijo Araujo, aún sonriendo.
—No te detendré manito. Yo puedo arreglarlo. No pasarás un día en la cárcel si matas a esta mierda.
Adán se acercó a Roberto, con la escopeta levantada, sus zapatos pisando la sangre de Alma que, a su vez, parecían rogar por más sangre. La sangre del asesino. El hombre que dirigió su vida para llevarlo ahí. Que lo dirigió como un títere, a través de las pesadillas, el miedo. Veinte años de su vida, orbitando alrededor de esta luna oscura cuyo nombre le era desconocido. ¿Y es qué, si moría con la incógnita quién lo iba a salvar? ¿Quién evitaría que las lágrimas que derramaba en ese momento, fueran eternas en otra vida, si jamás encontraba al destructor de su vida? Apuntó la escopeta y disparó.
Dio justo en la rodilla. La bala se fragmentó en la rodilla derecha. El grito de Araujo se escuchó por toda la casa.
—Es la primera vez que disparo un arma —dijo Adán, apuntó a la otra rodilla y disparó. El dolor en su brazo lo olvidaba por el bien de su esposa—. Y esta es la segunda. Una por llamar a mi esposa perra, y la otra, para que no salgas corriendo cuando llegue la policía.
El Comandante Uribe sonrió.
—No seas idiota Adán, jamás pisaré la cárcel —gritó Araujo y empezó a reír—. Creí que tendrías más valor. Te traje aquí para que nos dieras paz y sólo estas siendo un payaso.
—Uribe… la policía, rápido… o no me voy a detener, juro que no lo haré. Asegúrate que tus muchachos lo lleven a la cárcel un día, sólo un día y que suelten la voz… que este hombre tumba perras, que este hombre no merece vivir por el bien de nadie. Echémoslo a la suerte. No le haría bien a tu nombre si tuvieras otro destino. Sólo necesito que esté ahí un día.
El rostro de Araujo se deformó en furia y dolor. Quiso levantarse para golpear a Adán, pero las heridas en su rodilla lo tiraron. Su rostro, su cuerpo, su traje, se manchó con la sangre de Alma. Uribe llamó por teléfono. Adán, mientras subía las escaleras de ese sotano, sentía que por fin despertaba de una larga pesadilla.
Adán prendió un cigarrillo. Miró el titular del periódico—. Adán Almazán resuelve el caso del “Tumba Perras” —Si Guillermina estuviera con él, habría leído el caso en voz alta y se hubiera reído de él. “Ay sí, gran señor detective. Si todo lo que haces es robarte la comida de MI cocina”. El reporte indicaba que Roberto Araujo pasaría tres días en una correcional de máxima seguridad, en lo que se decidía el caso.
—Me pediste uno, y yo te di tres. ¿Cómo ves? —Le dijo Uribe por teléfono, al darle la buena noticia—. Ese cabrón de ahí no va a salir, no te preocupes. Y si llegara a hacerlo con vida… yo me encargo.
—Gracias Comandante.
Adán fumó en silencio y se asomó por la ventana. La gente, rozaba los hombros de otras personas, cual si fueran hormigas. Sin embargo, en esta ocasión, ya podía distinguirles un rostro.