Le dijiste a aquel hombre, mientras te presentabas con una máscara, a gatas. Movías el culo, movías las manos, y las piernas. Sonreías discretamente, con tus labios carmesí. El hombre tenía un cigarro encendido y una copa en la mano, como en las ilustraciones de cierto artista de pin ups. Si tan sólo pudiera recordar su nombre. La mera escena de la que era testigo me transportó a sus ilustraciones, llenas de cierta picardía, cierto misterio, erotismo, elegancia, un conjunto innegable de cosas que jamás podrían reproducirse. Te acercaste. Él se quedó quieto, sonriendo, admirando la ropa interior bonita. –¿A dónde te habías metido, eh? –pregunta el hombre y ríe como lo haría un corruptor. Ella no responde, sólo sonríe y extiende sus manos a sus piernas. Ella acaricia juguetonamente con el rostro la entrepierna del hombre. Accidentalmente, la máscara se alza contra los pliegues de la tela. Él la interrumpe. Se la acomoda. Si esa máscara se te fuera, pensamos, saldrías corriendo de este lugar.