Sobre mi cama, como en muchas otras casas, hay un crucifijo. Cristo me observa mientras duermo las horas del descanso. Mañana será domingo. Mañana seré más personal con él, si acaso me atreviera a presentarme a misa. Cristo también observa otras faenas… como subo al perro a la cama porque es demasiado pequeño para hacerlo sin ayuda, por ejemplo. Como los que ahí dormimos, saltamos en ella cuando nos sentimos niños. Sin embargo, tanto ustedes como yo, saben que Cristo sigue observando. No hay de otra. Si retirara el crucifijo, un regalo familiar invaluable, el manchón que protegió a las paredes contra el polvo y los vampiros, seguiría en ese lugar. Él sigue mirando, lo saben. Él sabe, ustedes saben y yo sé, que hay momentos de la vida en pareja que se resumen en carne de carne. O carne contra carne. O carne para carne. O mi carne es tu carne, y viceversa. Cristo también mira eso. Puedo jurar que abre sus ojos tristones de oro y un par de pupilas miran el acto. Sus labios dorados arrastran su estructura sólida y sonríe. Sus manos no puede separarlas, porque debe ser discreto, y mientras trato de abandonarme a los placeres de los amantes cómodos, sus pies se mueven discretamente. Es el sonido inconfundible de un aplauso. No puedo negarlo. Me agrada que pueda servirle en algo. Me agrada, en esas peculiares noches, que él se convierta en mi admirador.
Cristo me aplaudió con sus pies
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