Eso dicen. Las puertas se abren. La persona debe acercarse al picaporte, tomarlo con la mano y girar dependiendo la fricción. Si esto procede con éxito y sin contratiempos, entonces uno empuja suavemente con el cuerpo y es posible descubrir la habitación que buscábamos. ¿Qué pasa si no lo buscamos? Más adelante, esperen. También, las puertas se cierran. Cerrarlas es mejor para algunos, porque pueden azotarlas con fuerza y con ello hacen ruido. El ruido es inevitable si estás enojado. Otras puertas son más graciosas. Las empuja el viento, o si están entrecerradas, las empuja un perro con su nariz fría. Un gato raya la madera de las puertas. Las abejas no llegan a ellas, porque se estrellan con el cristal de un vidrio. Las palomas, bien pendejas, también se estrellan y se resbalan con el pico pegado contra la ventana. Ahora sí, abres una puerta y no recuerdas por qué. Tan pronto giras y suenan las bisagras, te asalta un sentimiento de extrañeza. ¿Aquí es dónde debía estar? ¿Buscaba esta habitación? ¿Esta puerta es la correcta? ¿Quién es la mujer desnuda que se encuentra aquí adentro? ¿Por qué está moviendo las nalgas? ¿Por qué voltea a mirarme? ¿Y por qué otro hombre está con ella? Puertas que jamás deberían abrirse. O sí. Nunca se sabe monín.