Se acercó y después de varias horas en discutir un trabajo que en el fondo, a ninguno de los dos le interesaba, lo escupió–. Necesito que me dirijas –En silencio contemplé un caudal de respuestas. Releí la conversación, sólo por si me estaba perdiendo de algo. ¿Dónde necesitas dirección –me pregunté–, en el auto, como llegar a nuestro bar, de la música que estás escuchando, cómo alimentar a las ovejas en una granja, uno de cuatro puntos cardinales, cómo no enamorarte, el abandono de aquella habitación dónde te sientes sola, por qué piensas que yo tengo un GPS? Necesito que me dirijas, que me lleves de la mano a tu carne y con palabras sin temblores, ni dudas, dibujes en mi boca toda la suciedad de un festín imaginario. Necesito que me dirijas y me utilices como un cuerpo ajeno para depositar tu memoria, los pocos versos que has aprendido, las palabras que tanto escondes y hables de niños en el bazar, perros corriendo libremente en un jardín, cielos que probablemente son ajenos pero están sobre todas las cabezas del mundo. Necesito que me dirijas, sácame de esta casa y compartamos, ebrios, un mismo camino nocturno que nos aleje de las responsabilidades, el trabajo que no deseamos, putas que ríen de chistes blancos en las esquinas. El cigarrillo se muere sobre mi cenicero verde. Necesito que me dirijas. ¿A dónde te puedo llevar si estoy igual de perdido? Dos perdidos no hacen un camino, ni lo hace la guía de la carne, ni el camino de lo cotidianamente fantástico, ni el desalojo de dos borrachos. Sólo te puedo llevar a ese mismo, y triste lugar, que ambos conocemos perfectamente y que sólo puede crecer con nuestras palabras.