Un día, caminando como acostumbro, se nubló el cielo y una tormenta eléctrica azotó alguna parte de Cholula. Los rayos no me gustan. Ya he hablado de eso. Me da una especie de ansiedad y hago cuentas mentales de cuánto metal tengo en el cuerpo. Cálculos irracionales, provocados ligeramente por un miedo, una manía heredada, esperando que un rayo me caiga algún día. Probablemente, esto nació desde que me empezaron a llamar árbol. Imágenes de árboles abandonados, su corteza partida en esparadrapos que se incendian y cae tristemente a su alrededor. Miles de fotografías de árboles muertos, en medio de un llano, porque simplemente se les ocurrió crecer en ese lugar. “Ni siquiera se te ocurra sacar un cigarro, ¿qué tal si funciona como para-rayos?”. Por supuesto que es ridículo y de todas maneras no lo prendo, porque la ironía es la ironía, igual que la nalga es la nalga y un pito es un pito. Al momento que cayó el primer rayo en Cholula, atrás de la Iglesia de Nuestra Señora de los Remedios (o remedos), yo caminaba sobre un lote baldío que antes fue una plaza comercial, hecho pedazos por el abandono y el tiempo. Hice una mueca. Este es el momento perfecto para que sí caiga un rayo. Humano en plaza comercial abandonada, es a un árbol a mitad del llano. Las analogías y las ironías, los cigarros bien escondidos, mis pasos más rápidos. Recordé las manos viejas que me jalaban a caminar más rápido cuando llovía. Recordé cuando los rayos nos detenían porque te hacían saltar de miedo. –Vi árboles incendiándose cuando vivía en el pueblo –me contaba–. Vi árboles caer –mencionabas. Me robé esas cosas que eran para ti. Ahora, he crecido igual que un reflejo retorcido.