En algún momento del día, Agustín Fest se sienta en su computadora y abre uno de sus cuadernos digitales. Es entonces cuando más aprecia el silencio. A veces, por molestarlo, manipulo el flujo natural de la vida y altero sus ondas beta, y las gama, y las alfa. Es divertido mirar como se levanta y como maldice en esperanto, luego se hunde en coca cola como si ésta pudiera provocarle un delirium tremens. No abuso del recurso, un día podría descubrirme. El perro se sube al sillón y hace como que duerme, y yo, generalmente me dedico a cazar moscas entre mis espinas para recuperar algunas proteínas. Otras veces me asomo por la ventana para contar las grietas grises de la pared vecina. Raras son las ocasiones donde la luz del sol penetra mi cuerpo por el verde que te quiero verde. Este lunes no era diferente, hasta que escuché una suave reverberación que viajaba de la puerta de la casa hasta mis extremidades vegetales. Me es familiar, pensé. Sabiendo que Fest me ignoraría, bajé de un salto y de salto en salto llegué a la entrada de la casa. ¿Quién es?, pregunté y una risa rasposa, y cansada, respondió mi pregunta. Pregunté de nuevo.

–Sabes quien soy, ¿por qué no abres la puerta? –reviró, con su risa rasposa atorada entre sus palabras.

Sé que les resulta difícil imaginar a un cacto abriendo una puerta, saltando por la casa y haciendo cosas que sólo están reservadas a los seres humanos que… parece… para eso están hechos: para abrir puertas, fumar y escribir, y sentarse y desperdiciar su vida en quién sabe qué lugares y con cuántos pesos que ganaron después del continuo desperdicio. No se engañen. Algunos cactos lo hacemos, sobre todo, aquellos que hicimos tratos con el diablo. Sentía el calor a través del canto de la puerta, gradualmente este calor se hacía más grande por la impaciencia. Hice una mueca. Nunca traté con él, no en persona.

–¡Fest! –grité–, ¡Llaman a la puerta, baja a abrir! –Su respuesta fue un sonoro portazo. Genial.

–Ábreme, él está escribiendo esto, en este momento. Si dejara de escribirlo y abriera la puerta, ambos desapareceríamos.

Lo sabía, tenía la esperanza que lo hiciera y nos evitábamos… pues, esto. Abrí, como los cactos suelen hacerlo y un lobo de pelo café, a veces engañosamente rojizo, estaba frente a mí. Había escuchado de él, se llamaba Kromg y era un dios menor, en quien sabe qué cultura.

–Pensé que no los encontraría –dijo el lobo–, pero aquí estoy. ¿No sabrás forjar cadenas con los flujos de una virgen y la plata de los enanos nórdicos?

–No –respondí.

–Está bien, un simple mecate bastará, átame al jardín

Hice lo que pidió el lobo. Si fuera otro personaje, seguro tendría muchas preguntas que hacerle, pero no lo era. Lo acompañé un rato. Él se acostó en el jardín y miró a ningún lugar.

–Si llega su mujer, seguro agarrará una escoba y te correrá. Eres grande y feo. Pareces callejero.

El lobo se rió por lo bajito. Lo malo de los dioses es que no se les puede manejar como a un humano porque fueron los dioses quienes inventaron el control.