Cuando escucho la palabra manifiesto, me imagino un documento grande grande, hecho con páginas de roble y forrado con el cuero de un gamo. Esperen, ¿las páginas antes las hacían con la corteza de un roble? Digamos, mejor, un libro antiguo. Este libro antiguo, El Manifiesto, que pertenece a mi imaginación, pesa diecisiete kilos y podría romper cualquiera de esas mesitas y escritorios de Walmart, si lo dejaras caer descuidadamente sobre su madera, su plástico, su metal de a peso el kilo. Sobra decir que este libro es más pesado que mi cerebro. Yo quiero escribir un Pequeño Manifiesto. Bob, el cacto, ya prometió guardarme la piel de su comida para el forro. –Es lo menos sabroso –dijo, y le creo. La piel de los gatos no sólo servirá para proteger sus páginas físicas, también velarán sus sueños y su forma metafísica. Este libro jamás podrá ser tocado por el fuego, porque tendrá nueve vidas. Killer, el minitoy french, conseguirá las hojas de un árbol. No sé como, pero confío en él como si le confiara mi propia vida. Mi trabajo vendrá en las noches, cuando con hilo cáñamo y pegamento, junte las hojas de los árboles. Dejaré sal sobre las pieles y las pondré al sol, antes de utilizar los ácidos y las herramientas para curtirlas. El mero proceso para hacer el libro es suficiente. ¿Qué contendrán las páginas? No lo sé. El Manifiesto de mi cerebro siempre está cerrado, rompiendo muebles, así que no sé como escribir un Manifiesto. Cuando haga mi Pequeño Manifiesto, después de rotularlo, he pensado que la mejor broma es asegurarme que permanezcan, para siempre, en blanco.
Pequeño manifiesto
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