Sol, la mujer de Fest, me acarició detrás de las orejas y me dijo que era un perro muy grande y muy bonito. Escuchaba las quejas del cacto a dos pisos de distancia. Mañana le diré que comer niños y gatitos tiene mucho que ver en que te den la bienvenida a una casa. Me imagino al cacto enojado, jeh, jeh. Me da risa el cacto enojado. Fuimos a salvarlo un día que estaba muy aburrido. Los tres mosqueteros: el Señor Fumador, el niño Torres y su dios de confianza. En ese entonces, estaba atado afuera del departamento de Fest, porque unos fieles me olvidaron ahí durante… muchos, muchos años, más de los que ustedes pueden contar. El Señor Fumador me liberó de mis cadenas utilizando uno de mis dientes. Un proceso doloroso, y de muchas, muchas horas. Desde entonces, caminé por el mundo buscando nuevos fieles para hacerme más poderoso. ¿Qué es un dios sin rezos, sin tributos, sin pequeños deseos que exigen milagros de fuerzas incomprensibles? Conseguí mil doscientos fieles, quienes abrieron setenta y tres iglesias. Aún hoy, escucho que me rezan y escucho como se bañan en las sangres de carneros en mi nombre. ¿No se nota en mi pelaje? Es más hermoso que de costumbre. Los fieles son mejor que el champú y son el mejor repelente para pulgas. También me comí a un par de infieles, aquellos que se negaban a creer en mi iglesia, aquellos que podían representar un peligro en las primeras etapas de mi resurrección, pero no hablemos de eso. Hablemos del viejo que pasó caminando frente a mí, lentamente, fumando un cigarrillo. Vestía una boina y un chaleco, una camisa de cuadros y un pantalón de pana. Jalaba un carrito con un pequeño árbol. Hacía un ruido bastante poco común para estas calles tan escondidas de Cholula. Por cierto, tengo una iglesia aquí, pero luego les platicaré de eso. Me zafé del mecate y seguí al viejo. Había escuchado de él. Jamás lo conocí en persona, pero escuché de él. Se detuvo en una casa ocre, terminó su cigarrillo y luego entró al jardín. Tomó asiento en una silla de paja que había ahí.

–No es una playa –dijo el viejo–, pero tal vez, aquí pueda morir por fin pequeño árbol –susurró el viejo.

Sonreí y entré al jardín del viejo. Me acosté junto a él.

–Tal vez, si quieres morir, deberías rezarme. Hago milagros. ¿Cómo te llamas?, escuché de ti, pero olvidé tu nombre.

–No hay nada más presuntuoso que un nombre –dijo el viejo, tiró la ceniza en el jardín.

El pequeño árbol parecía… moverse, parecía escuchar con atención.

–Ah, conozco un cacto muy parecido a tu árbol –miré al viejo, y traté de penetrar su piel, para comprender que pensaba y no podía. ¿Cómo se le podía negar el conocimiento del corazón de un hombre a un dios? El viejo hizo una sonrisa torcida, bajó su boina y su respiración se suavizó. El cigarro aún estaba en sus labios, las cenizas se consumían. Tiré mis patas y dormí a los pies de ese hombre. Soñé con vírgenes rollizas y en mi sueño pasaba de todo excepto comérmelas.