El hombre sigue con la vista el péndulo que hace la mujer con sus piernas, ella distraída come un helado y él prende un cigarro. El humo penetra en el movimiento que hacen las piernas de la muchacha. El humo penetra. Poco esconde su vestido suelto. Está sentado en una banca, quizás esperando, porque otra cosa no sabe hacer. La mujer cruza las rodillas y las mueve, coquetamente, en un vaivén descuidado y eterno. El cigarrillo está roto, igual que el hombre. El helado se derrite, gotas caen sobre los dedos de la mujer. A ella no le importa ser una muchacha. El hombre piensa que es una mujer. Acerca su lengua y se lame el residuo. Él puede mirarla porque el sombrero hace sombra, el sol no lo ciega por completo.

–El cigarro con el calor no me sabe –miente el hombre.

Los dos están rotos y él sabe que por eso no sabe a nada. La muchacha se termina el helado y con su mano liberada, parte el cono de galleta en pedacitos. Se los mete a la boca. El hombre, otra vez, piensa en lo caliente que está la banca de metal.

–Me voy a consumir –piensa–. Ya debería irme.

El cono de galleta se consume en las manos y la boca de la mujer. Los ojos viejos del hombre tornean los muslos de la muchacha. Sus manos artríticas y delgadas tiemblan. La ceniza cae sobre sus rodillas de tela. Si el humo pudiera separarlas. Ya debería irme, piensa la mujer, y se le olvida. Siente un cosquilleo en sus muslos. El humo penetra. El cono se termina. Ambos, el hombre y la mujer, se quedan en sus respectivos lugares un par de horas más.