El arenero me contó que todo es lo mismo en su dominio y que los adjetivos sólo son un juego para manipular personas.
–Escucha. –Su rostro alargado y delgado, sus cabellos como espigas de trigo, y su rostro compuesto de miles de granos de arena que resbalaban y volvían a caer desde la punta de su cabello–. Escucha como gritan. Cuando te acostumbres a sus gritos, oirás sus carcajadas. Mil años de carcajadas y escucharás sus palabras. Las palabras no dicen nada, porque como te lo he dicho, aquí nada de eso cuenta. El ruido de las palabras es muy difícil de atravesar, pero es posible. Cuando lo atraviesas, puedes escuchar la verdad que viene en murmullos y al final de todo eso se encuentran los sollozos, porque en sueños todo mundo lo hace casi en silencio. Cuando entiendes todos los sonidos, puedes tomar los adjetivos y las personas se convierten en tus títeres.
»Es muy fácil hacerlo con los gritos. Gritos pavorosos, gritos eufóricos, gritos armónicos. No se detiene ahí, porque también esperan las carcajadas incómodas, las palabras lascivas, el murmullo inédito, el llanto alegre.»
Robé un poco de arena del cuello del arenero, la junté entre mis dedos y me hice un cigarrillo. Lo puse en mis labios. Sabía a tierra.
–¿Qué me dices del silencio, viejo arenero? –pregunté.
El arenero se frotó con sus dedos verdes y delgados el rostro rechoncho y las barbas de piedra, sus ojos negros como piedras de ónice brillaban a la par de mi pregunta –supuestamente– ingeniosa.
–¿No has escuchado nada, pequeño idiota? –me preguntó el arenero–. En los sueños nadie se calla.