Anoche salí a fumar un cigarrillo y caminar un poco. Después de unas pocas cuadras me encontré a un perro. Me miró a los ojos, yo le dije–. Tranquilo monín, ¿a quién le ladras? El perro, para mi sorpresa, no me respondió. Caminó detrás de mi. Esa mañana, cuando salí a caminar, me encontré un perro aplastado en la recta de Cholula. Miré su sangre desparramada en el piso y su cabeza aplastada. Una señora limpiaba la acera, ignorando al perro y seguí su ejemplo. No había nada ya qué hacer por él. Los perros, el animal doméstico por excelencia, la inmediata asociación humana para hablar de coger, de perseguir, de ladrar, de mover la cola. El perro de la noche continuó siguiendo mis pasos. Me gustaba. Blanco con café, orejas grandes, mirada triste. Tan pronto llegamos a la recta, pensé: “Te quiero llevar conmigo. No me gustaría verte con la cabeza aplastada y tu sangre desparramada en el pavimento”. El pensamiento dio pie a las posibilidades: “Puedo llevarlo a casa y dejarlo en la azotehuela, hasta que lo llevemos a un veterinario para que lo revise”. El perro simplemente avanzaba unos pasos, o se quedaba atrás para oler, pero eventualmente llegaba a mi lado. Encendí otro cigarro y me senté en una de las bancas del parque. El perro decidió dar vueltas por el parque. “Es lo mejor. Quédate aquí”. Al terminar el cigarro, me levanté y regresé a casa. El perro corrió para alcanzarme y me sonreí. “Debería apostarle. Si viene a la puerta de mi casa durante tres días seguidos, entonces me lo quedaré”, pero no lo hice–. Hey, no te puedo llevar a casa. Mejor sigue tu camino monín –El perro me miró a los ojos, y pareció entenderme. Caminó, y caminó, hasta que se perdió. Me habría gustado apostarle.