Me descubrí robando los ladrillos de una iglesia en la madrugada. Sí, me imaginaba que era de madrugada por el frío, pero no podía asegurarlo. El frío me despertó y unos perros que ladraban a lo lejos. En mis caminatas había visto esos ladrillos en diversas ocasiones, abandonados, desaprovechados, tristes… moribundos. Pensaba que alguien debía darles un propósito cada que los miraba lamentables y grises. Cuando regresé a casa, ya tenía la mitad de una cerca para cerrar el jardín. Me reí. Estaba auto emparedándome. Para no traicionarme, fui por otro ladrillo y usando la mezcla de cemento lo acomodé. Así lo repetí varias veces, hasta que tuve una pared decente (excepto a un extremo, para no cometer el error de quedarme afuera). Miré mi reloj, apenas eran las cuatro y media de la mañana. La gente se iba a dar cuenta que me los había robado. Entré a la casa y saqué un gran bote de pintura. Pinté los ladrillos de rojo. Así nadie lo descubriría, pensé. Por supuesto, esta mañana los vecinos rondan fuera de mi hogar por una razón muy obvia–. Ese muro que lo encierra en su casa, antes no estaba ahí –Pero no importa. Tengo confianza. Tengo fe. Cuando la multitud de vecinos se reúna afuera, les diré que un ángel se presentó en sueños y me ordenó llevarme los ladrillos de la iglesia, porque su Cristo estaba cansado de estar encerrado, de escuchar lamentaciones y cantos mal entonados. –Cristo necesita aire –les responderé enérgico–. Necesita ver lo que hay afuera de sus paredes. Así me lo dijo el ángel –Y blandiré uno de los ladrillos benditos. Nadie jamás entrará a esta casa, porque está hecha con las paredes que fueron de Dios.