Tengo la idea de que un escritor no debe hacer ejercicios fáciles. Cuando está sentado, en el papel del escritor y su lucha frente a una hoja en blanco, buscando qué escribir… lo primero que debe hacer es un ejercicio. Hablar o construir lo que es imposible. Hacer un palíndromo o jugar con los anagramas. Escribir dos párrafos cursis. Escribir tres líneas muy sencillas. Un haikú o un tanka. Tratar de escribir un soneto alejandrino o un endecasílabo. Los ejercicios, como con el cuerpo, se hacen para la perfección. La perfección del escritor es el dominio del idioma, un encuentro preciso con las palabras que busca (y las que no busca también). Hay escritores que abren una hoja al azar en su diccionario y usan alguna palabra para iniciar su ejercicio. Otros escriben todo lo que escuchan mientras están en un restaurante. Otros más, evitan ciertas consonantes o ciertas vocales. ¿Qué se trae el idioma, que luego todo lo puede? Personalmente, mi ejercicio preferido –especialmente en domingo–, es acomodar una libreta sobre la espalda de mi mujer y sencillamente escribir. La lucha de las manos y del sexo para permanecer en un sólo lugar, mientras escribo renglones y renglones de palabras, y oraciones inconclusas, pero la práctica hace al maestro. Eventualmente mis manos adquirirán la firmeza de mi sexo y mi mujer la constancia de un papel curvo, y silencioso. No más puntos torpes que se acomoden con sus lunares, ni guiones que le dejen marcada la baja espalda durante varias semanas. Hoy es domingo.
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