Asorto, así le llamo a mi condición, sin embargo ahora que le inventé un nombre no me siento peor, ni mejor, que antes. Hay nombres para todo tipo de condición: personas buenas y malas, inteligentes y estúpidas, bellas y horribles. A mí me interesan los extremos: suertudo y ave de mal agüero, buena estrella y desafortunado, porque son el tipo de persona que suelen decir-: “En la rueda de la fortuna… a veces se está arriba, a veces se está abajo”. Yo estoy en el centro de la cuerda. Soy el fiel, el tipo que siempre tendrá cinco, ni mucho dinero, ni poco amor. Soy un hombre asorto.
¿Qué pasa cuando nunca te subes a la rueda de la fortuna? ¿Qué pasa si eres uno de esos niños que sólo la miran girar, porque nadie te compró el boleto o porque tienes miedo a subirte, o porque ningún adulto responsable quiere acompañarte o porque a fuerzas invisibles no se les dio la gana? Que eres un asorto. Eso pasa.
Cuando era niño los maestros calificaban mis exámenes y, sin importar que tuviera bien o mal las respuestas, usaban su marcador rojo para poner un cinco, con su panza regordeta y su copete burlón. Siendo yo la responsabilidad de mi abuela, ella era quien tenía que lidiar con los problemas de mi condición.
Mi abuela primero se sorprendía pero no me regañaba como lo haría otro padre, ya que eso habría sido mala suerte. Al día siguiente se presentaba al colegio con el examen en la mano y mientras yo no estuviera presente, los profesores caían en cuenta de su error y corregían la calificación. Si se daba la casualidad de mi presencia durante una de las calificaciones, entonces me entregaban el examen con el cinco burlón, mi abuela hacía caso a los profesores, hasta que tuviera tiempo a solas para revisarlo y despertar de una especie de sopor qué le había hecho creer que no había pasado nada. Pobre de mi abuela, tantas vueltas que dio. Sin embargo, no sospechaba que algo pasaba conmigo. De hacerlo, habría tenido la suerte de comprenderme.
No podía seguir arrastrando a mi abuela para que cambiara mi suerte. “¿Y cuándo me quede solo, qué?” solía pensar y me repetía: “El que no arriesga no gana”. A veces me arriesgaba. Ya en la preparatoria y en la universidad discutía mis resultados con los profesores y mis grandes atrevimientos me regalaban un generoso seis. Ganaba un punto por la pasión exhibida en mi defensa. Sólo un punto, cuando debían ser tres.
Las calificaciones son números, ¿y qué pasaba con las personas?, ¿los amores? Para las mujeres se necesita buena o mala suerte y yo carecía de ambas. Las invitaba a salir, decían que sí o que no, sin ningún interés evidente. Decían que sí, o que no, cuando les invitaba el café. Decían que sí, o que no, cuando me daban ganas de coger. Mi vida romántica se ha construido con base en ladrillos monosilábicos. Mi cuerpo es un edificio gris, una casa barata, un hogar que se derruye pero que no termina de caerse.
Viéndome al espejo tampoco me encuentro, no soy ni gordo, ni flaco, ni guapo, ni feo, mis manos son manos y mi nariz es una nariz. Mi pene, es el verdadero pene promedio, en todos los países del mundo, y afortunadamente tengo dos huevos, que no saben, ni huelen a nada, simplemente están ahí, para producir una cantidad promedio de esperma que jamás engendrará un hijo, jamás tendré la mala fortuna de tener una enfermedad sexual. Por eso, por mala fortuna. Ni siquiera puedo darme el lujo de verme en un futuro, con un buen amigo (qué jamás tendré uno porque… eso también es suerte), diciéndole: Me voy a morir de SIDA, de Hepatitis C, de una chingadera y por pendejo hermano, y por pendejo. Después llorar y beber con él. Llegar, con un buen amigo, a la conclusión de que la mala suerte… eso que nos cacha cuando estamos más pendejos.
Mi vida es un promedio absoluto. Es la única manera que tengo de medir las cosas. Me entretengo en las noches sacando números y promedios. Por ejemplo, si un hombre de treinta años tiene relaciones sexuales cuatro veces por semana y si este hombre vive setenta años, puede tenerlas hasta 8,320 veces. En ese número me baso para saber cuántas me quedan. Estos números también se vuelven más interesantes con la muerte. ¿Cuántas personas en promedio mueren de un infarto, de un accidente, de cáncer, de una chingadera? Saco números y porcentajes. Debe haber un promedio absoluto. Un número que me diga, precisamente, de qué me voy a morir y a qué edad. Las estadísticas es a lo único que puedo atarme para, al menos, tener una certeza.
¿Qué clase de suerte tendría sí, por casualidad, descubro ese número -el número exacto de la muerte-? ¿Mi suerte cambiaría? No lo sé. En algo debe entretenerse un hombre asorto, un hombre condenado a mirar como la rueda gira, un hombre sin accidentes, un hombre que vive afuera del caos y que sólo puede dedicar su vida a buscar si existe un orden absoluto en el universo.
Este cuento fue publicado en la edición especial del Tarot, del suplemento cultural de Guardagujas. Pueden leer la primera mano completa, llena de textos chingones, por acá.